martes, 14 de julio de 2009

Gabriela Milone - Las Hijas de la Higera


Sobre Las hijas de la higuera de Gabriela Milone

Las hijas de la higuera, desde su título, parece ser un libro que glosa fragmentos de la biblia, aunque justamente en la misma elección de esos pasajes se evita lo edificante, más bien se usan las imágenes bíblicas para darle un punto de partida a cierto erotismo de la lengua. Sería algo así como restituirle su sabor literal a las metáforas del libro sagrado. Porque el libro sólo es sacralizado a posteriori, cuando las figuras de toman como alegorías, cuando el movimiento corporal de sus ritmos se cristaliza en la repetición. Los poemas de Gaby Milone le devuelven a los fragmentos que citan la materia del cuerpo. Así la higuera seca del evangelio se convierte en una teoría de la generación, de los engendramientos posibles. Y a través de lo posible se abre paso un aspecto crucial del libro, la decisión. Lo aceptado y lo negado se invocan para que también lo imposible, lo no-hecho exista de algún modo. La cuestión de la aceptación, el consentimiento no remite solamente al afecto, el inasible problema del amor, sino que se plantea en primer lugar como aceptación del hijo posible (o de las hijas, según el título misterioso que nos invita a leer el libro). Los fragmentos bíblicos no se proponen únicamente como epígrafes que proveen imágenes para que empiece la meditación rítmica del poema, sino también a veces como conclusión o sentencia al final de ciertas secciones. Por ejemplo, esta frase del Eclesiastés: “Quien consiente a su hijo, vendará sus heridas.” ¿Qué quiere decir? ¿Acaso la madre invocada por una voz que clama sería al mismo tiempo la “higuera” que fue condenada, maldecida, esterilizada, y la que engendra, es decir, consiente y acepta eso que una metáfora demasiado reiterada llamaría “el fruto del vientre”? Hay una enigmática intención reparadora en Las hijas de la higuera, como si un consentimiento pudiese curar, aliviar el peso de negaciones demasiado tajantes. Pero la negación no desaparece con un gesto afirmativo, sigue ahí, en cierto modo irredimible salvo por una gracia que no está en el cuerpo dañado, sino en otra parte, fuera del idioma, más allá de toda letra precisa.
El motivo del don y de la gracia pensados como origen de un ritmo en la lengua, donde cuerpo y voz se representan bajo la forma del poema, enlazaría este libro con la experiencia del que acaso fue el único poeta argentino capaz de hacer una obra intensa con la biblia, lo religioso y el personaje de dios; hablo de Viel Temperley. Pero lo que en Viel se remitía a un ejercicio físico, como la natación o el sexo, o a un suplicio físico, la enfermedad, en el libro de Gaby Milone es pensado como producción de otro cuerpo. La gracia estaría en que un cuerpo produzca o no otro cuerpo, que la higuera se seque o que dé frutos. Por otro lado, Viel no dialoga con la madre en sus poemas, ni mucho menos con dios, sino con una serie de partes de sí mismo, épocas, con su memoria y su olvido, con su cuerpo que se le aparece en la forma opaca de una naturaleza. “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida, voy hacia mi cuerpo”, decía. En cambio, Las hijas de la higuera habla con la madre, escucha la voz del padre, y espera la gracia que finalmente llega en una lengua distinta, anterior a la materna. Por eso leo en estos poemas un sistema coral, estrofas y antistrofas, cursivas de voces que interceden ante el poder de ciertas sentencias demasiado firmes, voces que preguntan (a la madre, al padre) o que dan respuestas conjeturales (de la madre, del padre). Sin embargo, cierta semejanza temática con los últimos libros de Viel –que llega hasta la elección de determinadas palabras, el “viento” por ejemplo para hablar de la agitación interior– no debería ocultar una gran diferencia. Que sería la siguiente: el libro de Gaby Milone tiene un componente griego, que se contrapone y quizá finalmente se impone al elemento bíblico y a su sistema de arbitrariedades –porque es sabido que dios se define por lo inescrutable, lo arbitrario, de allí que sólo se conozca por la gracia en medio de lamentos y plegarias. Mientras que lo griego, menos exhibido, sin epígrafes ni citas, aparece en la búsqueda de una plenitud física sin expectativas posteriores, puro momento afirmativo, en que se sueña estar en un templo en Agrigento cuando el volcán cercano con su rugido amenazante repite que la vida es única, irrepetible y breve. Además, también sería griega la estructura coral del libro, su carácter de tragedia familiar donde se intentan explicar las leyes de la generación, los deberes ancestrales de la maternidad, la construcción simbólica del padre, que debería ser más que el sujeto inconsciente del placer sexual, o sea, una palabra emitida, imaginable. Y por último, está la lengua italiana, lo sensible que se aprecia en una sonoridad encontrada allí, que se recupera, y pareciera reconciliar a la mujer que habla en el libro con aquello que le fuera dictado “como un poema suave”, y que sin embargo se había experimentado como sufrimiento. Esa penúltima estrofa en italiano, que es la voz del padre consolando a su hija, no pertenece a la lengua de la condenación del cuerpo ni al decálogo sapiencial de una experiencia del desierto, sino al idioma de los sentidos, a la memoria de los labios y del viento. Porque a fin de cuentas la poesía existe en el cuerpo que va a morir, en ese acto, en la afirmación rítmica de quien vive.
Pero entre lo bíblico y lo griego, entre la consolación por la poesía y el ritmo trágico de la vida, no puedo comentar este libro sin mencionar su momento de intensidad, el abandono que clama en sus páginas y que buscará todas las palabras posibles para registrar lo que huye, lo que de otro modo sería olvidable. Porque la voz del poema habla por los no-nacidos, casi emblemas de cualquier cosa irrealizable, y dice: “Los que fueron, mamá, los que no fueron,/ quizá podrán ser en esta voz intrusa/ que te ofrezco en tu martirio.” Y al final del mismo poema, leo: “Yo soy los que no fueron,/ porque tengo un cuerpo ajeno y una muerte/ en cada latido que palpita sin estímulo/ y que juega a vivir.” Sin embargo, nunca se mezclan lo no-hecho, los no-nacidos, con las voces que sí existen. No es posible confundir los actos con las imágenes de lo que no existe, aunque desde su misma inexistencia dirijan, asedien, hagan hablar a los que viven. Por eso lo imposible, la herida de la negación, la negación misma del cuerpo habrán de redimirse en las palabras; el poema es el fruto del vientre de la negación. La abandonada que habla, que lee la biblia y escucha las voces de vivos y muertos, tendrá que producir un cuerpo de palabras, un ritmo vivo en el idioma, que incluso reviva la antigua lengua familiar, la del padre que dice: “Non sarà dolce questo pianto, bambina,/ non sará novo questo stil.” Pero la poesía actual, que debe ser un acto antes que un simple libro en el mundo de los libros, no necesita dulzura ni novedad, sino la eficacia limpia del estilo y el llanto: un estilo de llorar que ponga en movimiento la intensidad de la lengua por obra de ritmos, imágenes, contrapuntos vocales. En este sentido, aunque quizás también en varios otros, Las hijas de la higuera es un libro único.
Silvio Mattoni.

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