viernes, 27 de agosto de 2010

Sobre "La Leyenda de Jorge Bonino"



El lenguaje con sueño en el balbuceo de la noche

Un libro que escribió Héctor Libertella provocando un viaje, un regreso infinito alrededor del lenguaje que va y viene entre las matas de un paisaje recién pintado, sobre el telón de una escenografía precaria, mirando hacia unas butacas sin nadie, comienza la función, oh! Bonino estará allí esperando como detenido en el laberinto el eco de una palabra suspendida, la resonancia espiritual del decir, el cuerpo de sus ojos mirando como un niño, se abren de luz y brillan las lentejuelas doradas, las plumas del no pensamiento.

Llegará también el sueño como una dimensión de la escena, psicodelia del calidoscopio verbal, un árbol que florece a través de la noche. Formaciones galácticas en Gutemberg, el libro y la escena en la que el disfraz se convierte en fantasma. Una suma de transparencias por donde se derriten las direcciones, un recorrido sin brújula que llegará a sin destino, paseando. Se percibe en la caverna lo que la mirada rescata de la huella de la letra, estrellas desordenas, constelaciones caóticas y las reglas, el bien deber del discurso, anuladas en la risa y el exceso.

El primitivo ser mono no ha inventado o ya ha olvidado que inscribir en el orden de la gramática sin el silencio del balbuceo inicial y reconocer las puntuaciones de una proyección descerebrada, es navegar fuera del mar. Con un barquito aterriza en Europa, Bonino hunde los pies en el mapa explica como viajar lagunas extensas del dejarse llevar por los lugares del vagido, recorre la tierra sin ir a ninguna parte, opera las muecas del futuro, ser sin represión igual a ser sin representación. En el espejo no hay magia sólo atravesarlo, quedarse en él. Límite es funcionario de función y especulación de la libertad. También regresa sin nunca haberse ido hacia la infancia desde el nacimiento sin cruzar jamás a la orilla de arenas blancas del significado.

Solos, en la intermitencia de los años que dura un encuentro en la escritura, del dialogo a lo no decible, en la divagación de una entrega lúdica, del espesor sobre el amor que es el lenguaje y que el amor no puede ser hablado, el mar y el cielo se extienden y se juntan Bonino en Libertella, Libertella en Bonino.

También un silencio circular, un pensamiento espiralado que logra llegar desde la lengua en movimiento, fuera de sí, desvirtuado hacia su instancia alquímica opera en la modificación y se derrama sobre cualquier conjuro de palabras, anulado el cerramiento, lo diferente diverge en multitud de sentidos, superposiciones esponjosas de emanaciones lingüísticas. Tintas de colores, sonidos posibles, el libro es un barco de papel atravesando nuestras mentes.

La mística de la evasión, las raíces del árbol encontradas en el fondo de la tierra, enredadas en la oscuridad del mundo, utopía de perderse a sí mismo y también las ramas incendiarias, por la última fogata, bibliotecas derrumbándose mientras hojas diminutas sobreviven a la eternidad, las nervaduras crecen en las lenguas, se pierden y fugan.

En el fondo de la superficie de tinta, en el aparato lógico de las teclas, máquinas de escribir, infierno musical y visual, apocalipsis textual. El mercurio, transmigración más la resurrección de las variaciones sobre el mismo tema, aunque que podado, cortado. Libertella, Wittgenstein, Kant, Ockam o partitura de la navaja. En la cubierta del barco Bonino advierte los matices del horizonte acaba de llegar a la tierra de todos los idiomas, del único que sobrevive.

En la isla minuciosa del naufragio lo espera Alberto Greco, dialogo dimensional, epifanía de la austeridad material, sólo en el cuerpo la palabra fin, después un frágil y efímero círculo con tiza sobre las texturas del asfalto o una vereda, sobre la calle también caerán sus cuerpos, algunas flores parlantes podrán rumiar las letras de sus leyendas milenarias y únicas. Oh! en el espesor del vacío fuera de la continuidad, es el desvío un viaje de Libertella hacia el libro de Bonino para la resurrección de Greco.

Y afuera los hombres seguirán sin ellos abstraídos en su propio límite, es decir no llegarán demasiado lejos con la flechas del olvido, con la maquinaria de la correspondencia. Los médicos llegaran con las ambulancias que dice Libertella asombrados de que Bonino fuera el primer hombre plural y su leyenda el primer libro sin autor.

La potencia del derroche en una lapicera Parker de su lector utópico.

La obra maestra de evitar ser personaje, mito o sujeto, nada que subsista a las mascaradas domesticadas del yo, en las rugosidades de la lengua perder en el dni, pasaporte a lo extraño, para ser el extranjero en todas partes, en la plataforma acaracolada de un no-mito. La ausencia del escritor es en Libertella el agujero del laberinto, por allí se escapa y se pierde de vista, fina y sutilmente de sus coordenadas, la jaula se convertirá en profundidad de una iniciación más secreta, un pasadizo hacia lo inagotable.

El barco se mueve contra las olas, la tormenta modifica la vertical y la horizontal en la diagonal de Van Doesburg, el atravesamiento de la homogeneidad en el uso cerrado hacia las cosas o de las utensillos para desbastar la caverna y tallar el signo en sus paredes. Una casa habitada por las sombras de un sujeto transbiografico, invisible pero real.

Evadirse escribiendo del mito del escritor, Libertella mientras escribe el reiterado libro, logrará una acción contundente de su inteligencia única en la literatura argentina, una escritura sin escritor, el autor descompuesto en partículas de aire. Puesta la sangre en el tintero parlotea.

La literatura ha llegado a su fin con las mismas palabras que arribó a su nacimiento, 27 caracteres combinables y todas las lenguas en Bonino, poseído, robando la contingencia del devenir del habla, es un misterio que lo atraviesa. La escena es sagrada emanación de muecas y gestos irrepetibles e imbricadas como los diagramas de una pulsión delicada. Bonino escribe que piensa un libro en la comunicación con Libertella, se escriben mutuamente sin escribir, aboliendo cualquier posibilidad de dirección única hacia la mirada del autor, un vagido o una extensión de fosforencia, de algo como una vestimenta suplantará los moldes, las formas, las huellas de la normalidad.

Dialéctica del abismo escribió Vincent a Theo Van Gogh es las líneas finales de su última carta. Pues bien, mi trabajo; arriesgo mi vida y mi razón destruida a medias –bueno-pero tú no estas entre los marchands de hombres, que yo sepa; y puedes tomar partido me parece, procediendo realmente con humanidad, ¿Qué quieres? Escribió Libertella en El árbol de Saussure que Bonino decía: Los empresarios no me pagaban; entonces yo dormía gratis en escena y tenía sueños en público.

También dice que le dijo en esta leyenda transfigurada en invención de una vigilia interrumpida “Si te lo cuento en tu idioma, mi viaje no te dirá nada”, el libro además es muy bello, un diálogo, una filosofía analfabeta, un modo hermoso de abandonarse a sí mismo.

Mariana Robles.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Novedades




Índice

1. Introducción: Mujeres y asistencia social, problemáticas y perspectivas históricas Yolanda Eraso

2. Caridad y género: El imperio de la solidaridad femenina en el Perú del siglo XIX Ana Peluffo

3. Las Señoras de la Caridad: Pioneras olvidadas de la asistencia social en México, 1863-1910 Silvia Marina Arrom

4. Política, conflictos y consensos en torno al brazo asistencial del Estado argentino. La Sociedad de Beneficencia de la Capital, 1880-1910 Valeria Silvina Pita

5. Madres juveniles, paternalismo, y formación del Estado en Uruguay, 1910-1930 Christine Ehrick

6. La filantropía judía en Buenos Aires y el papel de la mujer Donna J. Guy

7. Maternalismo, religión y asistencia: La Sociedad de Señoras de San Vicente de Paul en Córdoba, Argentina Yolanda Eraso

8. Las visitas domiciliarias femeninas en Colombia. Del trabajo voluntario a su profesionalización Beatriz Castro C.

domingo, 22 de agosto de 2010

lunes, 16 de agosto de 2010

La Chica del Volcán de Silvio Mattoni

Amorfa no ser separados amor es ser junto a ella
Sobre La Chica del Volcán de Silvio Mattoni

Por Mariana Robles

En un mural antiguo, una mujer de Pompeya recoge flores aún vivas, camina joven como si danzara sobre la tierra verde y desteñida de un pasado remoto. Casi no hay más paisaje que su bello cuerpo, en una pradera donde el horizonte se construye tras sus pasos. En los pliegues del vestido, en las finas telas de un límite imperceptible, entre la atmosfera y su cuerpo algunos pétalos blancos se desvanecen y flotan, otros, se pierden en el aire. Su imagen consagrada será más tarde en uno de todos los mundos posibles La Primavera de Sandro Boticelli, en similares versiones del éter, la musa, probablemente, trunque su destino en infinitas pieles mortales, pero quizás también en alguna región espere las palabras, aquellas que el poeta dibujará en puentes o versiones de la eternidad.

El clima es cálido y cercano, como si se tratara de diagramar con la fragilidad de una fruta diminuta y jugosa una geografía indestructible. El mundo, será en esos confines, la emanación de ciertos movimientos tectónicos inexplicables, un cráter en la razón histórica, un regreso inspirado, el eterno retorno de la musa única, idéntica a sí misma, volviéndose poema. Y también la intensidad de una intimidad voluptuosa, un estruendo de icebergs marchitos que se superponen a los mensajes de la lengua y desordenan las causas que configuran el tiempo. Lo real es nombrarla. Verla o mejor abrirla, revelará varios secretos, al pensarla acabara con la duda, esbozando la alegría en ese único instante. Escribirla para que nunca muera, a Cecilia, en la juventud, la maternidad y la literatura, reina de las cosas que se iluminan.

Su silueta arcaica, su presencia en Pompeya, su composición física de seda y perlas, permanecen gracias a una técnica que se forjó capa sobre capa de un material que con los siglos se solidificó. En ciertas grietas, se percibe la frescura de aquello que existió sin pensar en su muerte. Cuando las palabras podían continuar en el flujo de la materia intentando hundirse como si en la sangre, la voz, recordara su última guarida o el primer impulso para volver a nacer.

¿Qué portales atraviesa el poema? ¿Tendrá inicio lo que no puede definirse, ni siquiera pensarse, como autobiografía? Porque no es la vida, en las poesías de Mattoni, el problema de un sujeto sino más bien la raíz imprecisa que en el fondo de la tierra lo une todo, una apacible dispersión de la conciencia, un estado en la lava terráquea de lo felizmente mortal. Un escalofrío que sensualmente dispone el conjunto del sueño y el deseo, a un fin ramificado entre el tiempo y el espacio.

Angelina podría describir en los resquicios del mural muchos corazones de volcan, su ojo precioso podría indicar las curvas de un órgano intacto en épocas rojas y las caricias en los oídos o susurros del amor.

El poema es un grafiti, una daga antigua y filosa que emerge de las tinieblas al aire. Es el arma redoblada que la heroína forjó con la voz de otro y con las curvas de su cuerpo. Ambos, sin ser ella, sin ser él, es la materia, no-yo, no-vos. La ausencia voluntaria en la poesía de un ego soberano transmutado en oro, en música y derroche.

Las estrellas siguen reflejando, estelas intermitentes sobre los rostros, alguien escribe desde la antigüedad, en otoño a través del vacío de un árbol milenario, habla Lesbia y Catulo, Cintia y Propercio, pero juntos, mezclados en el verso que retorna a la materia, no vocablos delineados sino un sonido capaz de invoncarla, de Silvio a Cecilia, a ella que se enciende sobre el mundo y que quedará intacta, siempre, mientras todo se derrumbe.

El escribiente, revelándose, trae desde el fondo del pasado lo que encontró intacto, un fuego que no se detiene y con él, un tapiz, un delicado ritmo de colores que acarician la piel blanca de una chica visible, no ya en la nebulosa de una Elena resucitada sino la encandilada con las chispas de su propio magma vital y evidente.

Con la misma pasión que animó a Demócrito, después de trazar el círculo natural entre el vaivén del amor y la guerra, creyendo que la sinfonía de las esferas, descubriría el cauce de la unidad entre la armonía y el caos, el poeta se arrojó desde las alturas al centro del volcán, esta vez con la esperanza de arrebatar la cabellera solar del nudo de la tierra, el poema y el mundo unidos en los senos de la amada. En el sueño, en la vigilia y en la confusión. Desde allí su habla subterránea se vuelve fresca insinuación del origen, una canción remota entre las piedras que piensan la vastedad, el regreso a su chica incendiaria.

Cuando el ataredecer dió algunos reflejos sobre ciudad, en la primera tarde en que Silvio y Cecilia se vieron, las sombras giraron. De arena o vegetaciones desérticas, reina de Egipto o de perfil bizantino, la luna retoma su reinado, las noches brillantes marcan los ciclos, el nacimiento, la región del alumbramiento y la alegría, las escenas del festejo cotidiano, de las niñas, pequeñas o ninfulas y el piano, su pelo lacio y largo, mítico, hermoso, los idiomas de otras naciones, Venus y la sobredosis del éxtasis nupcial, la melancolía de la arquitectura, el viaje y la poesía. ¿Cómo hacer para ordenarlo todo, pero cómo evitar todo se vaya, en las aguas espejadas y calmas de cualquier río de Oriente, de las sierras de Córdoba o de Mar Chiquita?

Así en La chica del volcán, Mattoni inaugura una cosmogonía familiar, que en lo designios de un destino traza, al igual que Platón en El Timeo, los límites de lo finito sobre la huella extensa de lo infinito y en esos márgenes emergen los seres, olvidados del yo, feliz sin forma en el baile, entre sus piernas. Llamarla opacará el funcionalismo y lo particular, en sucesivas fracturas de la división de lo abstracto, será como componer mitologías domesticas y perfectas que se dobleguen hasta obtener, de cada día vivido, pinturas diáfanas e indestructibles.

Cuando el cuerpo desnudo anuncie su calmo desvanecer el verbo repondrá la medida poética del cielo y la tierra, allí habrá alguien, sembrando el vasto y florecido territorio de eros. La juventud, los latidos o la piel dirán donde trazar el horizonte la huella ritual, la reiteración de lo inagotable.

En ascenso, hacia un amanecer tranquilo, se fueron abriendo los libros, los poetas que traían de otras ciudades las distancias disminuidas por el encuentro, la palabra común y la amistad que prometería nuevas amistades en la traducción. La escritura parece contagiarse de ecos inciertos, todo se convierte en desvío, en una impracticable y austera zona ausente de cálculos y funciones pero generosa en combustiones, en desciframientos impostergables del oráculo, la danza y los misterios. Ella puede leer, Cecilia, en el fondo de su mano los signos que nos trascienden, obtener de las páginas transitadas las insospechadas emanaciones de la eternidad, en la dirección que indican los pétalos, aquella que la acerca y la divierte, a la musa, y la conduce sobre sus pasos seguros, al fuego de la fiesta.

Algo aparece en el silencio, un eco profuso, las figuras de los años compartidos, llenos, como rebalsándose en la superposición de tanta existencia, pero que se bifurcan y muestran el porvenir de un hogar adorable con plantas guardianas dispuestas en el patio, cerca de una ventana son las voces que llegan de las nenas afinando, deslizando los deditos en instrumentos musicales, ardientes.

También el animal poético, o sea las maquinaciones de un decir sin dueño, las líneas amorfas de una continuidad yéndose a la nada y regresando del ocaso con ídolos pequeños, los niños sabios, las ranitas o el perrito que ayudó a Francisca a caminar, en el revés del conocimiento, en el horizonte de lo no-pensado, nacen los versos, Margarita o Galileo iluminados, rayos, el cielo, las cenizas del volcán que parecen mariposas.

domingo, 15 de agosto de 2010

Entonces de Leandro Calle

El pasar de entonces

Deus sitit sitiri
San Agustín, De
diversis quaestionibus
octoginta tribus, 64, 4

La invitación a presentar el libro de poemas titulado entonces del poetamigo Leandro Calle me llena de honra, temor y temblor. Es así, porque se trata de la experiencia del don, de haber recibido gratuitamente –en el más amplio de los sentidos – una responsabilidad, cuya infinición pone en escena lo inabarcable de la tarea y la insuficiencia de las propias capacidades. El don gratuito genera siempre gratitud y deseo de respuesta. Pero la primera respuesta al don es querer contarlo, decirlo. Lo que uno recibe gratis quiere darlo uno con el mismo precio.
En este caso, el don da como comienzo una palabra extraña. entonces. ¿Un adverbio temporal? ¿O se trata de la secuencia lógica del condicional hipotético si-entonces?
El poema nos invita ante todo al pensar temporal. ¿Qué temporalización de nuestro existir abre el poema? Si si-entonces – la secuencia lógica – nos abre el sentido de la continuidad cronométrica, entonces rompe esa sucesión.
entonces inicia con un tema que en la obra de Leandro Calle se repite. Para decirlo filosóficamente, se trata de la “palabra” que no entra en las categorías hasta ahora establecidas para el lenguaje: sentido-significado; locución-ilocución-perlocución; símbolo; referencia; deíxico .... Como sucede en su exposición del grito, por ejemplo, como aquel tercero excluido de palabra y silencio en Una luz desde el río, del grito que no dice nada ni quiere hacer nada. Así también su meditar sobre el silencio, allí donde arde la voz en entonces. Grito y silencio no son productos conceptuales, sino que simplemente, para usar en términos del poeta lo que otros llaman Ereignis o événement, pasan. El acontecimiento, el pasar, es a la vez lo que adviene, llega, y se va, sin que el sujeto pueda dominarlo. Pero el sujeto es (en) ese pasar mismo. Y el pasar abre el pensar.
El poeta permite ese abrirse al pensar, como un modo de experiencia que invierte la secuencial obviedad. El poema dice que:
El silencio habla.
El agua es sólida.
La luz es lenta.
El silencio se mastica.
El mirar se dirige hacia dentro.
La ausencia es presencia.
La gravedad tira hacia arriba.
No se trata de juegos de palabras. O mejor expuesto, se trata de juegos sólo si uno entiende que nada hay más serio que el juego, que sólo el juego jugado en serio permite al mismo tiempo el rigor metodológico de la norma y la creatividad donde adviene lo inesperado. Como en el arte, la poiesis, se combina en el juego pericia técnica y apertura a lo nuevo: creación. Es decir, la seriedad del poeta está en su oficio, que abre un sentido pero que requiere de él el trabajo prosaico, duro, con las palabras.
Contra la locura de la obviedad y la secuencia lógica, locura porque impide toda otra experiencia (des)calificándola como autocontradicción performativa y ubica al hablar poetizante como lo otro del logos racional, como mera sensibilidad subjetiva y narcisista, el poema se muestra como una apertura de sentido no reductible al crono-logismo.
Así también puede escucharse un tercer sentido, allende el rol lógico demostrativo o hipotético consecutivo y el temporal. “¿¡entonces!?” es también la palabra reclamante, demandante, que espera una respuesta y abre así la responsabilidad del que escucha y con ella inviste su futuro. Su sentido sólo se interpreta como demanda cuando la palabra no se lee con la mirada, sino que se escucha con el énfasis oral, que concluye una interpelación e inicia el cronotopos, espaciotiempo que separa de la respuesta.
En ese silencio del intervalo o entretiempo, en una paciencia impaciente, aparece un ritmo: el ritmo de la sed. La sed, ese fenómeno aparentemente obvio y universal, que una y otra vez exige del poeta su atención. La sed es rítmica, como el deseo, Eros, hijo de Poros y Penia, que es mortal e inmortal, que nace, muere y renace por portar las características de sus progenitores míticos. Pero a diferencia del mundo griego, la sed no es síntoma de una nostalgia infinita por una unidad perdida, por un teórico paraíso helénico, presencia absoluta del todo a sí, sin tú, sin yo, sin él o ella. Si el temporalizarse del entonces rompe con la secuencia lógica de la ratio, del pensar que se creyó a sí mismo origen, juez y parte del sentido único, el “¡¿entonces!?” como demanda de respuesta, como sed mutua, rompe con el mítico holismo, desmiente la supuesta unidad originaria. A ese mundo heleno de la unidad original pertenecía también un “entonces”, comprendido como “in illo tempore”, como el “tiempo” mitológico primordial del que se tiene nostalgia, ante el cual se siente tristeza por la perfección perdida. Ella significaba un mundo sin conflicto, sin el dos, con el cual, según Pitágoras, nace la pena. Pero era un mundo sin amor (y por supuesto sin odio), porque sólo hay amor siendo tú tú, y yo yo.
En cambio, la sed que el poema revela, pertenece mucho más a la tradición hebrea. Es la zarza encendida que no se consume, medio encendida, medio apagada, como dice el poeta. Es el amor que vive de su propio don, gratia gratis datae, sin pretender la vuelta a sí, la identidad consigo misma que abarca, rodea y encierra lo amado. Si la presencia de lo amado “pasa y no se queda”, si su presencia se manifiesta como una “espalda”, el poema se enfrenta a las obviedades primeras e históricamente naturalizadas del pensar. Como por ejemplo, que el principal de los sentidos es la vista (Aristóteles). Como por ejemplo, que de lo que se trata en la experiencia concreta es de superarla mediante un concebir conceptos, com-prender y aprehender con un término la multiplicidad de lo real.
En cambio, si la sed es la experiencia fundante, se parte de una pasividad originaria, que no aprehende sino que es-abrasada, consumida. Se pueden intentar mil maneras de desviar la atención de ella, de saciarla. Pero su propia fuerza es la de la persistencia, que abarca y quema, que vuelve. Su vuelta es el ciclo litúrgico que da ritmo al tiempo, que abre al existir a un tiempo futuro de saciedad plena, pero que queda como orientación, nunca como presente, pues de hacerse presente aniquilaría al tiempo y ya no habría entonces sino cristalización e idolatría del ya. Ese rítmico tener sed permite abrir el verdadero sentido de toda conmemoración litúrgica. No se trata de poner mojones de lo que pasó en el tiempo y repetirlo hasta el hartazgo, cosa que caracteriza la idolatría de todo totalitarismo, de toda religión vuelta idolátrica, de toda estética cosificada. Se trata de seleccionar en el cronos momentos para pensar el pasar de lo que aún no advino, que le da atención, movimiento y sentido a la secuencia, haciendo caso a lo deseado que aún no está.
Cuando la sed revela la ausencia, “cuando no estás”, es la sed misma la que moviliza la búsqueda. La espalda que vimos al pasar, la experiencia de Moisés del absoluto, es suficiente para nutrir la sed, la búsqueda de toda una vida. Y la búsqueda, la fidelidad al ritmo de la sed, revela algo extraordinario. La ausencia se revela presencia. El desierto se revela fecundo. La espalda se revela rostro.
Ante el ser anónimo y totalizante de los filósofos y científicos se revela el rostro concreto. El rostro es el agua que sacia la sed, pero es un agua salada, que la enciende hasta la locura. La locura es tener a otro adentro. “Ya estabas dentro/no te habías ido nunca”. Nuevamente, ese estar-dentro no es el saber-siempre-ya, que sólo requiere re-conocer o re-cordar lo ya sabido (Platón). Ese estar-dentro es la posibilidad de que pase la novedad esperada, de que se acabe de realizar lo que comenzó diacrónicamente. Eso que advino en el tiempo desfasándolo. Un pasado no ubicable en ninguna fecha. El futuro como llamado en el presente. Sólo así debe comprenderse un momento difícil del poema: la tristeza que se revela cuando se produce el abandono, y de Dios quedan sólo los huesos. No es la tristeza por la pérdida de la perfecta unidad de sí consigo mismo. Es la tristeza de no haber dado aún la respuesta plena, y de saberse incapaz de hacerlo, incapaz de lograr plasmar en un presente esa diacronía y la novedad esperada. Pero la tristeza es sólo la otra cara del gozo que descubre no ya la saciedad, sino la sed como el modo universal y en todas partes encontrable de la ausencia. Es tener sed del don recibido. Es tener sed de darlo. Es reconocer en ese movimiento el modo de temporalizarse de cara a otro. Es responder del futuro.
El pasar que entonces revela es un movimiento único dirigido hacia tres “momentos” de una experiencia fundante. Ese movimiento es el existir humano que se da como triple palabra-respuesta a esa experiencia. Es la palabra de gracias, o la respuesta de gratitud por el don ya recibido en un pasado que no puede fijarse en el almanaque, don siempre precario e infinitamente demandante. Es la palabra de perdón, o la respuesta presente ante la tristeza de la incapacidad, de la no-plenitud constitutiva de toda respuesta al don. Es el por favor, o la atención al futuro menesteroso que nos es constitutivo. Por favor, perdón y gracias no son “tres palabras mágicas”, sino el ritmo de una sed, sedienta de que se tenga sed de ella, de una insaciedad cuya respuesta constituye quienes somos, nuestra identidad.

miércoles, 4 de agosto de 2010