jueves, 21 de octubre de 2010

Comentario "Confesiones impersonales" de Carlos Schilling


EL CABALLERO, SU ENAMORADA Y LA MUERTE

Marcela Rosales

Éste bien podría haber sido el título de “Confesiones impersonales” –el libro que Carlos Schilling acaba de publicar– si el poeta hubiera nacido en el Renacimiento y se hubiera adelantado a la pintura de Hans Baldung Grien (1484-1545) que lleva tal nombre. Se trata sin embargo de la obra de un contemporáneo que es también un poeta singular, incasillable, sin fobias literarias esnobistas, que no camufla rima con ritmo cuando la necesita por ejemplo para contar todas las vidas no cumplidas en su vida; la vida de un hombre aún joven que descubre en el espejo de las muertes de otros, la muerte propia. Pero hay para él una muerte que es única y, por eso, “toda la muerte”, o al menos, así quiero leer yo la declaración de amor eterno de este juglar-caballero que ofrece a su amada apellido y morada en un poema [dice el Poeta: “Que conste en actas: nombre: / Sra. Marisa Badino de Schilling; / domicilio legal: este poema”].

Ahora bien, si como estatuye el poeta-jurista un poema será el “domicilio legal” de un matrimonio que no fue y al que la muerte decretó finalmente imposible, entonces el libro que lo contiene podría perfectamente describirse como un patio en galería –semejante a aquellos de las Iglesias medievales que eran a la vez atrio, osario, asilo y campo de juegos– de la casa que el enamorado construye y en el cual intentará negociar con la muerte “palabras por vida”. Un espacio sin tiempo que recrea esa especie de promiscuidad que re-ligaba a los de este mundo y los del otro, cuando las casas de los muertos eran un lugar de encuentro y reunión para bailar, jugar, comerciar o simplemente estar juntos. O un tiempo sin espacio que revierte las distancias entre aquel pasado remoto de la “muerte domesticada” y este presente de la “muerte prohibida” –vergonzosa y objeto de censura para nuestra sociedad de la “juventud eterna”– y de la “muerte aceptable” para los sobrevivientes que, escribe Philippe Ariès, “sólo tienen derecho a emocionarse en privado, a escondidas”. Éste del “lenguaje único” de los que “trafican con los muertos”: el mundo de los que, como dice el Poeta “carne quieren, y carne no tendrán”.

Pienso entonces en una galería imaginaria –único hogar posible del infausto enamorado– que conecta ambas dimensiones y se extiende al infinito conformando un universo nuevo construido con versos como muros giratorios: de un lado, carne, huesos, piel, dientes, uñas, vísceras, venas, nervios, sangre, lágrimas, boca, lengua, baba; del otro: luz, neblina, alas transparentes, hadas, brujas, elfos, fantasmas, humo de amapolas, viento cósmico, ceniza, sal, figuras descarnadas, espectros, sombras. Muros que giran veloces sobre sí mismos como trompos incandescentes, hasta que “el mundo sumergido de los sueños” se confunde con éste del mercado donde “todo tiene precio” –inclusive los “cuerpos fugaces de los nenes”– y lo invade y lo devora todo hasta que la niebla se disipa y podemos “ver en cada cero/ un ojo que refleja en su retina/ la imagen de otro mundo, más sensible/ a los deseos, más cercano al sol/ que nos quema y nos funde desde adentro/ en su moneda de ninguna cara”. Porque, nos revela el Poeta, la muerte no tiene ojos, como creía Pavese, ni los ojos muerte: “la orden es mantener los ojos tan cerrados/ como puños repletos de monedas/ y apostar sólo a la visión fugaz/ de una imagen…/ que genera su propio cielo y sube/ hasta ser ella misma las estrellas…”.

Llegada a este punto ya no puedo sino correr detrás del poeta-conejo que brinca de un lado al otro del muro para servirle el té de las cinco a su Alicia: dos mesas “una en este planeta, la otra en Marte”. Como Alicia, imagino, me siento invadida por una oscura sensación que oscila entre el deseo de desentrañar la lógica de ese “mundo-otro” que promete revelarme algo esencial sobre el “mundo-éste” en el que vivo, y la esperanza inconfesable de que no haya otra respuesta que el juego mismo inacabable de nacimiento y destrucción. Un juego sin reglas prefijadas, ni sentido alguno, donde todas las reglas y todos los sentidos son posibles. Un mundo “libro-eterno” como quería Borges, donde poesía y filosofía, mis dos pasiones (y las del Poeta) sean las agujas siempre superpuestas del reloj que lo rija.

Mis ojos se acostumbran finalmente a ese universo paralelo – neblinoso y fulgurante como una supernova – por cuyo origen y destino disputan ya el dios-caballo – “rey de un mundo más variable/ que los sueños” –, ya el dios-verano ante quien responde el sol, ya el dios-poeta-padre que quisiera ordenar las horas en un nuevo destino impersonal “para borrar de los ojos del hijo su sentencia de muerte”. Un destino nuevo, “para sí mismo y para cada mundo/ que hay en sí mismo”, donde las confesiones son siempre impersonales porque el poeta-dios es una y todas las cosas (impulso mineral, vegetal, animal, muerte disfrazada de princesa o policía, vida-abuela-Blan-ca de sílabas abiertas) y por eso mismo, no es ninguna cosa en particular, mucho menos una persona; pero también porque no cree en un “Dios-otro” ante quien confesarse y porque los versos con los que confiesa su amor a la amada inmortal son el aire que lo despoja de la carne “que nunca sentirá como tu carne” y “los funde en una sombra menos fugaz”.

No, Poeta, no hay realmente –y creo que Silvio (Mattoni) coincidiría– demasiados versos en el mundo para dar voz a todos los hombres y mujeres que aún no hemos sido; no son suficientes todavía para cantar la canción de las últimas horas (que son siempre también las primeras) porque “existen demasiados seres/ en cada ser y demasiados mundos/ en cada mundo y nunca se terminan (…) las horas y minutos y segundos/ que faltan (…) para conocer que en la A ya está la Z”. Simplemente no alcanzan porque ya sabemos que “nunca termina la canción del carnicero” y que “los simples cuchillos son (nuestro) propio revés”, pero aún no hemos aprendido “que las sobras son la obra completa” y “qué certera ilusión es la tercera, después del sí y del no”.

Y sí, es difícil olvidar y cerrar los libros, sobre todo uno como éste de confesiones impersonales, donde el papel, soporte efímero, se convierte –como en las mourning pictures, para concluir con otra analogía pictórica– en un monumentum al amor y, sin contradicción (o con contradicción, como diría Whitman), los versos componen un canto interminable que transforma el recuerdo en mar y en viento para que “en ninguna voz persista el sonido” de la voz amada y pueda el Poeta, él también como el hijo, tener un destino impersonal.