lunes, 14 de noviembre de 2011

Sobre "Fondo Blanco" de Javier Ramacciotti

para caer hay que caer

Qué decir del fondo, de esa superficie que es el fin de lo superficial, allí donde parece terminar lo visible y lo tangible.

Qué decir del blanco, de ese color que no es un color, o más bien, que parece ser ausencia de color al rechazar la luz por exceso.

Qué decir de un juego (pulsión de muerte más o menos enmascarada) que se goza en el fin, donde el jugar mismo consiste en ver el fin consumido del fondo y no en la duración de lo que se consume; donde la ansiedad (más o menos infantil) de ver ese blanco cristalino del vaso se apaga con cada intempestivo fin y se enciende con cada sucesiva ronda.

Qué decir de lo que recomienza hasta que algo cae, un cuerpo exhausto, un poema terminado.

Qué decir si se dice que para caer hace falta caer: decir lo obvio que ya se dice en la fórmula que se duplica,  o eso que aún queda por decir en el revés de lo que se repite.

Qué decir del blanco fondo de la página, del fondo blanco del vidrio, del blanco que siendo fondo ilumina y del fondo que siendo blanco ciega; o del blanco fondo intocable y del fondo blanco intangible.

Qué decir del tocar, de lo intocado de las imágenes y de su fondo o de su superficie, del tocamiento de las palabras y de su caída, su cadencia.

Qué decir de un libro que anuncia un fondo y una ausencia, que hoy tocamos como cuerpo pero cuya escritura queda in-tacta en su blanco, esto es, en su centro.

Qué decir del anuncio del fondo, qué de la certeza del blanco.


No soy una mujer, soy un mundo le dice la reina de Saba a San Antonio en el centro irascible de su tentación, en la nada poblada de fantasías de su retiro… y aquí, en este fondo blanco que se hace espejo de los desiertos, aparece otro a punto de probar su caída, Krakatao, que debe anotar lo que la voz le dicta: no soy una palabra, soy todo lo que hay de decible … debe anotar eso, que nada vale para la vida salvo su lentitud en llegar, y que peligra, no lo que no puede decirse (acaso nada haya que no pueda decirse en este fondo blanco), sino el mundo terrible que se arremolina cuando todo lo que puede decirse se hace en la boca como caverna y no como embocadura, en labios que no pronuncian sino que cierran su mundo en un grito que contiene la potencia de todas las palabras … Krakatao debe anotar la lección de la pérdida del lenguaje en la perdición de lo amable: “si amás, estás perdido”, dice la voz anunciando ésa, la irreparable sentencia del desapego, del desasimiento que no es soltar alegremente lo prescindible, sino restregarse la mirada con la arena incierta de la certeza de toda pérdida.

Probando perderse, el movimiento que se produce es desde el fondo hacia el blanco, es un pasaje: “pasás de lo oscuro / a lo más claro” dice esta voz, y es que de lo oscuro del fondo a lo claro del blanco hay un itinerario hecho con juegos que se saben perdidos, un desquicio de la lógica de la ganancia, una apuesta por la potencia de lo simulado, una incertidumbre frente a lo sólido de las negaciones y de las afirmaciones, una entereza frente a lo tenue que se fuga como la voz ante lo que muere.

Porque no hay melancolía, ni nostalgia, ni queja en esta voz es que el juego de la  mirada no se dirige hacia lo que no vuelve sino a eso que aún no llega, aunque nunca haya dejado de llegar: hay intensidad de espera, espera que no debería confundirse con esperanza, sino una espera que habría que hacerla jugar con las resonancias de espesura, de expectación, de exceso: espera espesa, densa, expectante, excesiva, no de algún anuncio salvífico que venga a cumplirse, sino de una caída que recomience, que no se pretenda definitiva sino que se alce cada vez, que precipitada e inacabadamente se deslice desde fondo hacia el blanco.

Es que lo que hay en esta voz es una decidida voluntad de jugar el juego de la repetición, siguiendo esa única fe en la energía que mueve los cuerpos que caen para caer, movimiento común de la materia, comunidad de la caída …

Pero ¿dónde caen los cuerpos?, ¿dónde cae la mirada que se sabe cayendo?, ¿con quiénes se labra esa comunidad de los que caen? “¿Dónde comienza un parentesco, /y dónde una distancia?”, se pregunta esta voz. Y acaso, en la espera, se podría ensayar apenas una respuesta entre tantas: el parentesco comienza en el fondo y la distancia, en el blanco. La comunidad de los que caen saben del fondo blanco que los acerca y los distancia, que los filia en la materia de sus cuerpos cayendo al fondo y los aleja por el ruido propio que hacen al caer en el blanco. Sin embargo, otra cercanía se hace, un espacio común de otro tipo se abre, porque la caída tiene un espacio ineludible y singular en este fondo blanco: se cae inevitablemente al costado de los cuerpos y de las cosas. Siempre se está al costado, y ese costado es tanto un estado cuanto una estación, tanto un espacio cuanto un tiempo. Porque estar al costado de las cosas implica una decisión por principio: ¿Cuándo fue que decidimos no elegir/ ninguno de los lados?”, se pregunta esta voz, evidenciando que ese costado no pertenece ni a uno ni a otro lado, sino a su umbral, a ese fondo y a ese blanco que se dejan caer uno en el otro, otro en el uno, mostrando no la profundidad de un derrumbe irreversible sino la simple lateralidad de lo que cae.

Lo que cae, recomienza, orbitando en lateral, repitiendo las palabras de la cercanía y de la distancia para confundirlas en un mismo costado, en un mismo espacio sin reveses. Porque no es el volumen sino el costado de las cosas lo que se experimenta al caer que la materia no interesa en su creación sino en su permanencia: caer al costado supone así un ambiguo movimiento de costear, vale decir, costear como cubrir el peligro de la caída y costear como recorrer ese costado al que se cae.

Caer al costado de las cosas, en esa lateralidad de estar, se hace un quedarse: al fondo, quedarse en blanco; sin dormir, sin comprender, sin lo que uno se esperaba pero en la espera de que recomience el ejercicio lateral de la afirmación de lo que cae con una velocidad incierta y se pierde con la misma rapidez, para volver a afirmarse en nuevas combinaciones, en múltiples repeticiones, nunca en el centro de algo así como una verdad, sino en el costado de lo que se afirma para caer.

Del fondo al blanco, en suma, qué decir: decir que es más claro que las cosas, o que está más vacío que las palabras; que es ausencia de escritura, de trazo; o que es una hiancia, un hueco, un espacio que se deja en blanco en la escritura, escritura en blanco, escritura sin escribir, sin imprimir, sin presión. Qué decir entonces de la escritura aconteciendo en la suspensión del peso de lo escrito, haciendo blanco en la pura caída de lo que cae para saber que cae, de la pérdida del peso y del volumen de las cosas por el costado en el que se abre su mundo.

Qué decir del cuerpo vulnerable que trae una suma y no una carencia, que evidencia un resto y no una falta, cuerpo que por mostrarse vulnerable menos se acerca a la inocencia que a una incierta forma de la culpa; cuerpo intermedio entre las cosas (que no toca en su tranquilidad de cosas) y los nombres (que no se pronuncian sino que se delegan para ser acomodados en unas manos sin rostro y sin voz).

Qué decir de esa manera de buscar que tiene este fondo blanco -aunque siempre con un segundo de retardo- en lo frágil, en lo abandonado, en lo que cede y en lo que ex-cede, maneras de buscar esas formas de lo amable caídas al costado de lo que no pudo más que amarse.

Qué decir, al fin, de esa insospechada felicidad que se conquista cayendo.

Gabriela Milone 
(Presentación Fondo blanco de Javier Martínez Ramacciotti.
Capilla Buen Pastor, 4 de noviembre, Cba.)