lunes, 14 de noviembre de 2011

Sobre "Mil y una" de Susana Silvestre


Astro (Astrum, Gestirn) e Imaginación (Imaginatio, Einbildungskraft)
Sabe que en el astro hay muchas esencias, esto es, no un astro, sino muchos. También sabe que existe una estrella que es superior a todo el resto. Esta es la estrella Apocalíptica. La segunda estrella es aquella del ascendente. La tercera es la de los elementos, y de estas hay cuatro; así se establecen seis estrellas. Además de éstas hay aún otra estrella, la imaginación, que gesta una nueva estrella y un nuevo cielo (Astronomía Magna, Paracelso)

La verdad, en esta tarde, yo quisiera decirles que apenas conocí a Susana Silvestre. Hay quienes creen que lo importante es el texto que se despliega frente a los ojos y que no cuenta el retrato de quien tuvo que pensar en una primera frase y luego seguir en búsqueda de una forma completa. Si no conocemos al autor, la escritura basta para saciar nuestros deseos de lectura. Si lo conocemos mucho, su imagen puede llegar a ser una presencia absoluta y a condicionar las reglas del código narrativo. Si apenas lo conocemos, si pasó junto a nosotros como el referente natural de un grupo, en una circunstancia incluyente que nos elegía y lo elegía para completar un cuadro, su presencia será una leve impronta que acompañará nuestra mirada y la marcha de la escritura.  Así fue la presencia de Susana Silvestre en mi lectura de su libro, una figura tenue, de rasgos difusos, pero con una pesada carga de sentido, insostenible su manera de no estar más e irreparable su ausencia.
Sorpresivamente, la encontré en una clase de música de Pablo Kohan, musicólogo. Me alegró verla en el grupo. Una escritora que quiere escuchar mejor, llegar más adentro, más allá del sonido. Sólo más tarde comprenderé, al leerla, que ella alimenta sus textos con un saber múltiple, que satura con fundamento la estructura que va a contener el relato, hasta convertirlo también en un aprendizaje: somos más sabios, entendemos mejor lo inasible de una pintura, la articulación de un mito, la filosofía de una época. Ella está allí, como yo, en las filas de una clase limitada por anaqueles donde brillan infinitos lomos de cds que el ojo codicia y pondera. No recuerdo haber compartido ese curso con demasiados escritores; uno o dos, quizás. Ella no será una presencia que perdure. O acaso yo sea la que no perduró en ese año alrededor del maestro Kohan.  Susana se delineó entonces como una figura singular, nos reconocimos y prometimos vernos.  
Desde allí hasta ahora el arco del tiempo parece desesperarse, es como una saeta que ha partido de esa evocación y va a detenerse en un punto que no estaba en su decurso, en  mi lectura. El encuentro prometido nunca se dio. No puedo sino conformarme: tengo  las páginas de sus libros, de ahora en adelante y hacia el futuro. Desesperación y conformidad, en efecto, connotan el párrafo anterior.

Me pongo en el lugar del caballero de Mil y una, narrador sin edad, pero sin juventud, que huye de su presente terrenal y palaciego para llegar al mero sitio de la narración, una posada, donde la novela va a suceder, un lugar sin coordenadas espaciales que se define como remoto, esa señal propia de los cuentos que crea el aura de lo maravilloso. El voyeur que verá desplegarse antes sus ojos las historias que habrán de contar unas presuntas brujas, mujeres separadas del mundo, que saben hacerlo y cuyo designio es poner en juego la imaginación y el conocimiento, cada cual con su estilo, y sostener la inteligencia y la belleza con que han sido dotadas. Excepcionales mujeres, porque su propósito se cumple a través de un encadenamiento sostenido de referencias que enlazan las obras grandes de la poesía y el arte. Enciclopédica en todos los ámbitos de la cultura, Susana Silvestre confiere ese atributo a las sucesivas narradoras de Mil y una para componer un friso en el que se lucen la erudición y el ingenio. Alcanzar ese lugar de privilegio: estar en el centro del fogón, como se diría en nuestra gauchesca, o en la posada de los clásicos donde los trotamundos se reúnen junto al fuego para ejercer los oficios del narrar y del escuchar narrar, que se cocinan juntos para gloria de la literatura, alcanzar ese privilegio, decía, no es obra del azar. Es necesario – aunque en esto no debe leerse una receta – tener una aproximación a la literatura y a las artes de una gran curiosidad intelectual, capaz de buscar en esos fenómenos la apoyatura, el realce y la expansión en los que se articulan; entenderlos desde adentro y saber no sólo verlos sino escribirlos, con la pericia que da poseer la inteligencia de diferentes discursos.
Ese poder alquímico – si se piensa en la transformación o la transmutación y todos los otros procesos que constituyen las llamadas “ciencias del espíritu”  – se verifica en la creación de mundos y es tan oculto y misterioso como el que empuja el surgimiento de las formas en el arte. ¿Acaso la razón puede explicar la ocurrencia de una imagen única surgida del sueño de un poeta hasta ser un mito que viaja a través del tiempo para repetirse? ¿A quién puede no deslumbrarle la fuerza milenaria de las historias de Sherezade en Las mil y una noches, una corriente que no cesa y cuyo sentido es posponer la ejecución y suspender la muerte? En Mil y una Susana Silvestre recrea una estructura abierta a la que se suben aquellos conceptos de vida eterna como la reencarnación y filosofías adyacentes, confiadas en el poder del espíritu para conjurar el final de la vida y contradecirlo mediante un eterno retorno difícil de desmentir. La muerte se pospone porque hay palabra, letra, escritura, transmisión, lectura.
En el título de la novela caleidoscópica de Susana ha desaparecido el artículo en plural las y el sustantivo noches, una operación restrictiva que deja más desnudo el significante del número, aunque sin la referencia que quiere cuantificar. Mil y una es la medida de muchas otras cosas. Es una exacerbación en el sintagma “Pasó las mil y una” o “Me hizo las mil y una”, que describen una demasía. La cifra mil avanza sobre el infinito pero después de haberse retrotraído a la menor de la serie: una. Luego se relanza como aquella saeta que signaba mi breve relación con Susana: regresa a su origen y vuelve a dispararse al infinito.
Mil y una no puede tener final, pero termina. Las brujas que contaron sus historias han dejado al irse  la pátina de sus colores, los cielos de paisajes recorridos en su andar,  la resonancia de la música y de las palabras, el prodigio del contar que está en todas las formas del arte. Solitario y abandonado, el trashumante que fue voyeur y testigo de la alternancia de voces de la narración, que amó a cada una de esas mujeres, siente una pena inconsolable. Cree haberlo perdido todo. De pronto las voces vuelven a sonar. Y una en particular, Morgana, cuyo nombre es el del hada, ente o ser, que en Las mil y una noches preserva de morir a Alí Babá, canta el lamento de Orfeo por la pérdida de su amada: Che faró sensa Euridice/che faró senza el mio bene. Un llanto del que no se retorna. Y, sin embargo, dos líneas más abajo, el relato se detiene en un título; quien escucha a Morgana enuncia: “Orfeo y Euridice de Gluck”, como si adivinara o acertara con el nombre de un título y de un autor. De nuevo surge el poder de la creación, la literatura que necesita nombrar, una autoría que rodará hacia la eternidad mientras exista el narrar. Sherezade recomienza su noche.  

Tununa Mercado