miércoles, 16 de mayo de 2012

Sobre "Los años fugitivos" de Beatriz Actis

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Domingo, 13 de mayo de 2012 01:00

La quimera del oro

(Por Gloria Lenardón).  Finalista de los premios Emecé y Letra Sur, Los años fugitivos sigue el recorrido de cuatro ingenieros que se dedican a buscar petróleo en la Patagonia. Una novela de migraciones y traslados.


Como tres tristes tigres, un trabalenguas latinoamericano, en la novela Los años fugitivos, de Beatriz Actis, finalista del premio Emecé y de Letra Sur, tres especialistas en suelo, más uno más (loco por añadidura, dadas sus arengas bíblicas) —también podrían ser los cuatro jinetes del Apocalipsis— se aplican a la búsqueda de petróleo en la Patagonia argentina. Los cuatro ingenieros: César Pelayo, Mercedes Petryla, Genaro Bresler, más Alfredo Molina Navas (el loco), buscan el oro negro, la riqueza que deben desenterrar, "el aceite de roca", para mover lo que está irremediablemente quieto, la maquinaria que no produce porque no tiene combustible, la energía que debe animarla.

Siguiendo las condiciones actuales de la novela que rechaza estímulos fijos y busca otros mecanismos que activen su funcionamiento, la novela de Actis no sólo borra la cronología sino que borra también las relaciones lógicas entre las unidades narrativas; en Los años fugitivos, cada unidad adquiere independencia, resalta el "en sí", y los cuatro personajes que hablan desde la primera persona dan cohesión a una voz única, la voz de la novela a la que se subordinan; se trata de una voz que se hace oír por encima y que suprime las distancias entre las voces que la conforman, aunque las cuatro sigan manteniéndose como entidades autónomas.

La novela que se fragmenta en el cambio de voces explicita en sus enunciaciones otras voces que la sustentan, citas, canciones populares, el folletín, películas, pinturas y autores que hicieron historia, la historia real que circula por fuera de la historia de la novela rozándola, como el peronismo, sus fragmentos. El plural del discurso es ejecutado por un colectivo, la disparidad junta sus filos, y en la yuxtaposición, en la suma, se crea una ilusión de continuo. Capote, Fitzgerald, Graham Greene, Herzog, Bolaño, Andrés Bello y otros, en connivencia con el personaje César Pelayo, el cubano itinerante que terminó finalmente viviendo en Chile y que tiene como Neruda su Josie Bliss, en la persona de la mujer que quiere cortar con el cuchillo con que cenan la conexión de Pelayo a la máquina que lo hace soñar y sin la cual no puede vivir. En El derecho a soñar, Bachelard dice: "Por su vida colorante, la tinta puede hacer un universo con solo encontrar un soñador, siempre si escucha bien todas las confidencias de la mancha". Los entornos sucios, los paisajes, todos los escenarios áridos de la novela parecen confluir en la misma pendiente, en la misma dureza gris del suelo de Santa Fe que al orillar el río no escapa a los derrumbes.

El relato interroga a las formas que lo rodean, su densidad, su resistencia, su posibilidad de sobrevivir, la belleza triste, rústica, que se disuelve por nada. Dice Mercedes: "Los animales muertos flotando a través del Paraná a orillas del puente y debajo de él, como una marcha fúnebre y lenta hacia la desembocadura"; Mercedes ha recibido tempranamente más de una advertencia, en los pozos de la pampa donde vivía cuando era chica el agua dulce tenía sal, vestigios del mar que se filtraban debido al suelo permeable, en los juegos infantiles la imaginación estaba alimentada por una montaña de cartón por la que se deslizaba como por un tobogán pero que el fuego reduciría rápidamente a cenizas, el piano que se empecinaba en tocar sin pensar en la dificultad, sin prestar atención a la advertencia de que querer conseguir música con un objeto complejo hace sufrir.

Los años fugitivos es una novela de migración, de desplazamientos, de cruce de símbolos, de traslados que se rubrican con el propio traslado de los personajes de un punto a otro y que siguen conservando dentro de sí todo lo visto; es una novela que lejos de lo codificado, abstraída sobre sí misma, expande el arte del disimulo, tal cual lo hacen los sueños cambiando las cosas de lugar, como la máquina que hace soñar a Pelayo oxigenándole la cabeza.


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