lunes, 4 de junio de 2012

Sobre "Línea de Atlas" de Mariana Robles




“Una línea de atlas es la marca de un limbo / manchas en la pared de un sitio infinitamente habitado”; en dos versos Mariana Robles introduce una clave vinculada al título de su libro en el que proliferan universos en miniatura que resplandecen un momento para reaparecer transfigurados. Los poemas forman una preciada colección de artesanías mutantes que se homologan con el movimiento concentrado y fascinado de los dedos que van formando una imagen en el tapiz, pero el trabajo minucioso de las manos parece trenzar los hilos en el reverso, desconociendo el destino de sus figuras o contagiado por actos magia que se realizan en una región paralela. La inquietante idea de los universos paralelos se multiplica en experiencias perceptivas que dislocan el mundo: en los sueños, en retornos de lo infantil, en pliegues del tiempo, en la ausencia sensible de los muertos. El mundo es múltiple pero además perturba la posibilidad de que sus imágenes sean recursivas: un espejo refleja el mismo objeto al infinito.


En los poemas de Robles no hay recursividad, sino encastres, transmutaciones en las imágenes que llevan por portales a otros mundos donde se producen pequeñas dislocaciones: “los cuerpos sin ojos / frutos de un portal silencioso / despiertan a los animales”. ¿Qué supondría hablar de cuerpos en bruma de invisibilidades? Quizás de una naturaleza hibridada, o de la mudez vegetal que estimula los sentidos, dibuja un sendero en el que de pronto aparece el paisaje del que emanan los poemas. En aquel paisaje sopla el viento en la montaña sobre los pinos —“paseo de coníferas con raíces viejas”—, que recorre la mirada de una niña seguida por una sombra ancestral.


Los encastres son el artefacto perfecto para pensar las conjunciones en algunos títulos de los poemas: “El tiempo y los árboles”, “Los narcisos y las plantas fosforescentes”, “La flor y el espejo”; todos instalan una microatmósfera de misterio latente: un corazón late delator con el lenguaje confundido, y hay también dislocadas sinestesias: ¡los insectos maúllan! ¡Hay flores musicales! El conjunto se completa con las “floraciones elegiacas” de la segunda parte: “estación detenida por donde se abren paso los muertos”; evidencias de la pérdida pero también de apariciones que hablan con alfabetos arcaicos a las tejedoras que persisten en la tarea de cruzar hilos al vacío.


En su origen “druida” significaba “aquel que conoce el roble”. En la religión de los druidas el árbol sagrado del que procede la rama dorada que cantó Virgilio y que originó el estudio de James George Frazer sobre el mito del rey custodio del santuario de Diana en el lago de Nemi. En los poemas de Robles hay un fondo druida —más allá del juego asociativo con el patronímico— en el carácter sagrado que adquieren los elementos de la naturaleza. En un verso dice “pasábamos a otros mundos por las cosas”, lo que conduce a pensar en una relación plástica y mágica con los objetos del mundo, un vínculo de artista devenida druida. O quizás sea el inconsciente mitológico que actualiza toda poesía que busca transfigurar o establecer una relación distinta con las cosas del mundo. Una poesía con la que dialogar en la tradición imaginante.


Silvina Mercadal