viernes, 26 de julio de 2013

Decir el corazón en palabras- Sobre "Las reliquias" de Diego Bentivegna- El Litoral.com



Por Cecilia Romana

“Las reliquias”, de Diego Bentivegna. Alción Editora. Córdoba, 2013.

Éste es el primer libro de poemas de un pensador.

Un ensayista, un traductor, quien está más acostumbrado a razonar que a dejarse guiado por la intuición, escribe poesía con la sangre, porque hay allí un compromiso más específico que el del poeta puro.

Diego Bentivegna ha experimentado la tensión y el miedo del clavadista antes de saltar, pese a que su libro tiene un tono más bien calmo. Cuánto le habrá costado llegar a esa calma.

Las reliquias es un volumen de puro trabajo. Primero, sobre la memoria personal, sobre el recuerdo de la propia vida. Después, en relación con el lenguaje que, en este caso, no es otra cosa que la traducción en palabras de un sentimiento muy profundo, de uno que habría que rastrear hasta las raíces primigenias del autor, un doctor en Letras, investigador del Conicet, traductor de Pasolini, y cuántas cosas más.

Las influencias son notorias, más en una tonalidad que en el ambiente: Ungaretti, Montale, algo de la italianidad expectante de Europa y la puramente extasiada de América. La de sus padres y abuelos, la que anda pivoteando entre el sueño y la realidad, entre lo que podría ser y lo que es. Trazos de la ensoñación de Viel Témperley, quien podría haber sentido en los corderos de Bentivegna su propia patria. Y siempre, la limpieza formal, porque a través de la claridad es donde se lee la total sorpresa del autor.

La experiencia poética de Diego es el paso firme de un adolescente a la juventud, ya que no hay pasmo infantil en el libro ni, mucho menos, reconcentración de viejo ante los hechos. Para quien escribe de barcos que llegan transportando su sangre al continente, para el que cuenta cómo era esa Argentina que los recibió, los barrios del suburbio, los gajes de sus ancestros, siempre vistos desde el interés filial y, por qué no, antropológico, escribir un libro de poemas no es algo de todos los días. A Bentivegna se le fue la sangre en cada verso, se le fue la piel. Todo tamizado por su observación intensa de conocedor de una lengua y quien dice conocedor, dice amante-.

Esperamos el vuelo de pájaros que migran

sobre nuestras cabezas,

de las lentas bandadas que se arrojan

de pronto en los sembrados de una isla.

Como en una ruleta arreglada, en el único destino que cree Bentivegna es en el que marca el trabajo, la fe extrema en una vida mejor, la esperanza. Siempre la esperanza, como un faro, no sólo de su familia que llegó de Italia, sino de él mismo, de su literatura que, al convertirse en poesía, apuesta.

Porque la poesía, a pesar de ser la más vieja de todas las literaturas, es la más viva, la que no depende del valor de cambio, la que renace cada día bajo voces nuevas que, por intuitivas, al menos, se alzan a nivel de las antiguas.

Hay una pequeña nostalgia en Las reliquias. Una pregunta más bien, pero de esas que se hacen para responderse a sí mismo y afirmarse en lo único que hace al poeta algo diverso del resto: ¿dónde estoy y por qué? ¿Este es mi primer paso o el último?

En esa tensión camina el libro de Bentivegna, pero siempre bajo el auspicio de la providencia, que alimenta todo, hasta las noches más oscuras de un escritor.

LOS VERSOS MATERIALES DE LA IMPIEDAD Sobre Mortal en la noche de Fernando G. Toledo-



Mortal en la noche, Fernando G. Toledo. Alción Editora, Córdoba, 2013, 69 pág.

por Hernán Schillagi,
poeta y ensayista

Antes de la aparición de Mortal en la noche, en la editorial cordobesa Alción, tuvieron que transcurrir quince años desde la publicación de Hotel Alejamiento (Diógenes, 1998) y tres libros en el medio. En ese primer poemario, Fernando G. Toledo (San Martín, 1974) levantaba la mano y daba el presente en el mapa poético de Mendoza. Desde ese libro primigenio se observaban ya algunos atisbos reflexivos acerca del oficio de escribir y de su utilidad en una sociedad, en ese entonces, de fin de siglo. La respuesta, en muchas ocasiones, era un contradictorio y angustiante silencio. Esto no detuvo el derrotero del autor.

En plena crisis de 2001 fundó una editorial, Libros de Piedra Infinita, y abrió el juego a otros escritores en medio del espanto. Así autogestionó artesanalmente Diapasón (2003), donde Toledo elevaba la apuesta: sus poemas dejaban de lado cierta contención en el fraseo para expandirse en recursos y así profundizar una idea motor: el silencio como única nota para afinar el resto de las palabras. Luego vendría el premiado Secuencia del caos (Ediciones Culturales de Mendoza, 2006), libro de propuesta unitaria en lo formal (largas series de versos endecasílabos, sonetos blancos y unos pocos rimados), aunque variado en la temática: el deseo, la infancia, la poesía. Sin embargo, los poemas volvían una y otra vez con la insistencia del que pregunta para saber lo imposible o, al menos, lo inacabado: “¿Para qué decir? ¿Para qué decir”, era el estribillo trunco de un poema de largo aliento titulado, justamente, “Nocturno interior”. Porque es en este texto donde se haya el germen del flamante Mortal en la noche y habrá entre las dos obras un diálogo tan sutil como impiadoso.

En 2009, un golpe de timón amplía el espectro de la obra lírica de Toledo. Viajero inmóvil (Libros de Piedra Infinita) es una serie continua de poemas numerados, donde, por primera vez, ficcionaliza una historia de amor desastrado. Un personaje que decide ir detrás de una mujer amada y perdida; pero que, antes de dar el primer paso, descubre que el avance se le vuelve imposible: porque así crearía una nueva distancia, porque así traicionaría el pasado. La lectura “narrativa” del poemario nos acerca nuevamente hacia un mismo inquietante lugar: ¿es posible el absoluto? Una cosa esta vez es segura, todo viaje es poético. No obstante, los antecedentes no siempre son literarios. En 2005, el autor creó en la web Razón Atea, un blog que sube para el debate ensayos y artículos de religión y ateísmo hasta la actualidad. Allí, con algunos textos de su cosecha personal, se posiciona en un ateísmo esencial total desde la perspectiva del materialismo filosófico que, poco a poco, irán definiendo la mirada del “ateo poeta”.

Es por eso que la llegada al papel del quinto libro de Fernando G. Toledo traduce un recorrido personal y arduo sobre la poesía. Ser poeta a los veinte años es sencillo y hasta irresponsablemente adorable. Refrendarlo cerca de los cuarenta, in el mezzo del cammin dantesco, como advierte el español José Cereijo en la contratapa: “en que uno tiende naturalmente a preguntarse sobre la dirección y el significado de ese camino”, es un acto combativo y a conciencia.

Mortal en la noche resulta un poemario miscelánico “en apariencia”. Vuelven así los temas de la escritura y el oficio, además de la relación con los hijos, la vida cotidiana, el paso del tiempo, la música, el arte, el azar, entre otros. Sin embargo, la lectura —en cuanto a la disposición— va encadenando una secuencia como un ecualizador que modula diferentes momentos o series que no desentonan, sino que van creando atmósferas en contrapunto. Como si fueran los diferentes movimientos sinfónicos de una pieza clásica, pero feroz. Por lo tanto se imponen, al menos, dos lecturas: la “random”, esa que el lector incauto hace saltando de poema en poema sin saber que late la otra, una lectura continua y nada amable, donde la noche es el escenario, el poema es un gesto material ante el universo y su única certeza, la finitud: “los impíos / Damos el paso como quien entra a patadas / Otra vez en la realidad, y apuramos / Una vuelta más de sangre / Rumbo al certero sepulcro que nos da la razón”.

Toledo, además del verso libre, juega con varios metros como el ya visitado endecasílabo, además del heptasílabo y el octosílabo. Quiebra versos, encabalga “ideas-puente” con una puntuación tradicionalmente engañosa. El ritmo fluye en cuanto tesis propositiva, pero es un reflejo menor de la estructura modular del libro: no hay armonía, hay un desborde encauzado. Porque ya sabemos que: “Corre el zonda, se detiene, es viento, / Y el gusto que sorbe tu lengua / No es nuevo pero sí impreciso. // Ya nada se calla, todo es una estridencia…”

Mortal en la noche, por tanto, es un recorrido de poemas reflexivos, ateos, existenciales y concientes de que su paso por el mundo tienen algo de absurdo, pero que se reivindican en la desmesura, en la “afrenta a los dioses”. Solo así se liberan de lo impuesto. Como también atraviesan y unen los “módulos”, textos acerca del oficio del poeta, esa escritura fatua como una enfermedad invasiva que nos toma y nos modifica para siempre a los simples —aunque cada vez más complejos— mortales.

viernes, 19 de julio de 2013

Sobre "Carte d' un monde paralléle"


Presentación del libro de Claudia Sbolci.
“CARTE D’UN MONDE PARA LL ÉLLE”
Cipolletti – 17 de julio de 2013-



Por Martín Properzi


I

Conjurar los vértigos de una poética, sus trazos, su alquimia, sus pliegues y disonancias. Presentación de una obra que solo es “presentable” en el rito iniciático de toda experiencia. Ese viaje del que nos habla Claudia, ese dejar ver a trasluz o a contraluz la vertiente del signo de  lo que ella nombra como su “alma”. Caminar leguas adentro tras la huella diseminada en los trazos de su escritura. Juego de variables, composiciones, imperfecciones. Costear las múltiples formas.  Su poética se moldea y se funde en cuerpo vibrátil. Después de eso, la invitación, a que cada lector haga “epojé” de todos sus mundos, y se deje penetrar, perfecta o imperfecta-mente, bajo formas disonantes y armónicas, entre la alquimia y la epistéme. Rasgar el velo de los géneros, quebrantar la asepsia de los discursos, derrapar el ego pervertido de ciertas poéticas barranqueras.

II

Hacer empiria del vértigo. ¿Convencerlo al vértigo? ¿Narrarlo como una presa? ¿Devenir en lector carroña? Adrenalina y extrañamiento. Invitación a cruzar los lindes de cierta otredad que deja vestigios de mapa y pre-texto, allí donde generalmente comienza el lado oscuro de uno. Dejarse poseer por ese huésped extraño que llamamos intuición (la intuición como clave de lectura) y dejarse habitar por otros pasajes y narrativas, por mundos paralelos, por ciertos fantasmas que solo existen a través del texto, diagramas y paisajes, allí dónde Elle entra y sale.

III

Por eso, no se trata de presentar la obra, sino de dejar que  irrumpa ella misma en vos, percipiente lector. Que te dejes atravesar, trastornar, sentir y dislocar en tus latitudes, tus esquemas, tus vacíos y puentes, tus doce categorías kantianas, en todos los existentes que componen la trama de tus existencias, en tus mezquinas seguridades, en tu sed, en tu búsqueda, en tus personajes, en tu líbido, en tu alma, en tus sueños,  en tu errancia nómade.
IV

Devenir obra con la obra, salir en busca de Elle, “hilvanar los rastros de letras que deja tras de sí la huída”.  Rastros de animal sediento en el humus, las metonimias difusas del deseo: Salir en busca de Elle, jugar en sus mundos paralelos.   Y desdibujar los límites, dónde lectura y escritura se contaminan, donde el significante se deja sangrar. Encontrar a Elle, cueste lo que cueste, sangre lo sangre, sane lo que sane. Rasgar la piel, abandonar todas tus casas, danzar sobre el fuego, conjugar el eros, acunar la ingravidez de un cuerpo disímil. Alojar un silencio extraño, que no tiene forma, que se para en el no-saber de la cosa, que se te queda mirando. Que espera que digas, que digas algo… o te quedes callado, lector.

V

Nada será aquí como nos contaron. No hay más afuera una vez que se está afuera. No hay más adentro una vez que se está adentro. Aun así, el explorador sale del silencio, a la búsqueda de su propio territorio. Y pienso que este poemario es la encarnación de eso, a ser una conciencia sin bordes, con un millón de universos posibles, con-centrados, en una habitación blanca, esférica y sin muros, hecha sólo de puertas. Caminar en la zona incierta. Antes de que el desierto avance. Peligrosa cercanía de las bocas. Deslenguarse en otra boca. Jugar con fuego, con los bordes, tocar los cuerpos, transfigurarlo todo. Ser lo que quizás más duele, lo que más asusta, y paradójicamente,a  la vez, lo que nos devuelve al lugar dónde empezamos. Trasnochar en el lenguaje. Lengua noctámbula.

VI

Abrir umbrales sobre lo que nos habita. La palabra des-velada –temblando- por la retirada de los dioses, gritando su venida, ritual del llamado, semblanza y plegaria. No se vayan dioses, aquí hay casa, hay lugar para todos ustedes, dioses, aquí hay habla, lenguaje, casa y pulsión de vida.  Resistir el desierto del vacío,  la nada sepulcral de la técnica y el maquinista de la gramática de yeso y sus composturas. La indigencia  que deja el fantasmático gérmen del desencantamiento, los síntomas musgosos de la ausencia.  Contra eso, donación del ser y del cuerpo a través del lenguaje, del habla poética. Plenitud de vida, para crear-se, entre la tierra y el cielo. Lenguaje y susurro: la existencia es poética y el silencio primordial.

VII

La escritura y ese exceso, esa necesidad de dejar una apertura, de juego, de indeterminación. Aquello de lo que habla Jacques Derrida, que “significa hospitalidad para el porvenir… apertura de un lugar dejado vacante para quien ha de venir, para el adviniente”. Dejarse leer, dejar leer, dar de leer. Como ese dejar desear, ese darle lugar al otro. Y otra vez la voz de Derrida.  Es en ese punto –en el dejar desear- donde el deseo de que a uno no lo entiendan significa, simplemente, hospitalidad para la lectura del otro, y no rechazo del otro.

VIII

            Atrapar –soltando- lo esencial a través del desgarro del tiempo. Todos los mundos abriéndose, pujando, contra el mundo que deviene nada, final, des-tiempo, desacralización, des-encantamiento. ¿Qué es esto que apenas puede decirse? ¿Acaso señalarse? ¿Acaso decirlo sin decir, en el silencio, en el eco primigenio que inaugura el silencio? ¿Poesía? ¿Inocente? ¿Peligrosa? ¿Juego?¿Fugar? ¿Jugar? Sí, juguemos, querido lector. Locura irreflexiva del habla. Aquí entran la poética, la ciencia y la alquimia. La química y la psique, lo inconsciente y rasgos del estructuralismo. Entran en la escena lúdica Roland Barthes y Carl Gustav Jung, Stanley Kubrick y Paracelso, Arthur Clarke, huellas de Clarice Lispector, Deleuze, Newton,  Roberto Juarroz. Ojo sacrílego, ojo adjetivado, ojo compulsivo, desprejuiciado, explorador, imperfecto, distorsionado, perceptivo, creador. Un sacrilegio tras otro. Divino Sacrilegio.

IX

            Qué decir. No sé. Tal vez no dije nada del poemario de Claudia, o sí. Quizás no dije nada de nada en sí. La idea es jugar. Jugar. Jugar y jugar. Y el que quiera jugar, bienvenido, y el que no…

martes, 16 de julio de 2013

Sobre "Eni Furtado no ha dejado de correr" de Alicia Kozameh


Por Gloria Lenardón


Poemas que dependen de nosotros para ser de nuevo- La Gaceta

POEMAS PENDIENTES - RODOLFO ALONSO (Alción - Córdoba)

Domingo 30 de Junio de 2013

La vida es el espacio donde la poesía de Rodolfo Alonso tiene lugar. "Tú confirmas la vida con tu voz" escribió en su primer libro. La vida confirmada en la voz es para Alonso la voz poética. "La gran vida" es el título de un poema de su segundo libro. La gran vida es para Alonso esa suplementariedad, esa exageración de lo vivido que se halla en los hechos transfigurados en el poema. "La vida no da más de lo que se le pide" escribió en el tercero. Y lo que Rodolfo Alonso le pide a la vida es el poema. Escribió otro libro llamado Señora Vida y tituló su antología española de 1952 a 2008: La vida entera. No me parece un lugar común ni una casualidad. La noción de vida lleva el poema de Alonso al acontecimiento. Aquello que acontece, lo que está pendiente del tiempo, se transforma, por vía poética, en un acontecimiento. Por eso su poesía produce un curioso efecto: los poemas parecen a la vez un artefacto, es decir, un objeto más agregado al mundo donde el artificio es ostensible -es decir, se halla alejado de la vida- y a la vez tienen el aire casual de aquello que simula un jirón del mundo, un fragmento dicho al pasar, como si fuera un diario -lo periódico, la circunstancia elevada a una categoría epifánica-. La vida es lo que acontece y como tal se transforma en una presencia insoslayable que el poeta, de pronto, ve. Allí donde la historia ejecuta, el poema, en tanto posterioridad, no situado en la actualidad sino en el "después" que se vuelve el "aún" ("Auschwitz, aún"), allí el poema redime en su decir los hechos traumáticos. Lo hace como una traducción de la vida en epifanía, palabra encontrada, recién hecha, común y al mismo tiempo atesorada: tesoro pendiente, don pendiente de ser descubierto al abrir como por azar un libro de poemas, cualquier página de Poemas pendientes, poemas que dependen de nosotros mismos para ser de nuevo, como una tarea en común. Por eso ante la poesía pendiente, como Alonso predica de Arlt, hay que ocuparse. "Ocúpense de la poesía", dice Rodolfo Alonso: es decir, ocupémonos de nosotros mismos.

miércoles, 10 de julio de 2013

El idioma de los camellos (Aníbal Bronstein)


Por Daniel Groisman

Habíamos pensado en jugar al ajedrez mientras conversáramos sobre el libro y que entremedio de las reflexiones se colara el rumor del “jaque mate”, pero el objeto ajedrez mudó repentinamente a vasito de whisky. Este tipo de cosas suceden en el mundo de lenguas camélidas con las que se lamenta y se menta Aníbal, un mundo donde la causalidad (o el paradigma del ajedrez) toman la forma de un espejismo, donde las cosas no suceden por algo, es decir por una concatenación de razones y movimientos autosuficientes que encuentran un desenlace que ya los contenía en potencia. Se trata, más bien, de un mundo donde ni si quiera podría afirmarse con plena certeza que las cosas suceden “sin porqué”, ya que en ese caso una no causa ganaría algo de causa y se haría reingresar por la ventana aquello que se invita a salir por la puerta. Lo singular de El idioma de los camellos es que las cosas aparecen, se muestran, hacen su danza y se sostienen en un imaginario que inmediatamente cae y vuelve a recomenzar de otra manera. Como si el narrador fuera un dramaturgo que no para de salir a escena para denunciar a sus actores y a sí mismo. ¡Somos todos unos impostores!, grita, y vuelve detrás de bambalinas. Se tranquiliza, narra un poco más, y vuelve a salir: “¿Acaso no quedó claro que somos todos unos impostores?, ¿por qué siguen actuando?”. Pero al instante se arrepiente, se esconde detrás del telón y piensa que quizá sea mejor callarse y hacer como que duda de lo que dice para que Dios, es decir el dramaturgo del dramaturgo, pueda tener algún lugar en la escena.

Para que un mundo causal caiga en desgracia es necesario llevarlo al punto de su máxima saturación, al lugar donde el razonamiento confiesa su estupidez disfrazada de mundo. El idioma de los camellos, libro que hace constelación con “el idioma analítico de John Wilkins” —el texto de Borges donde se cita cierta enciclopedia china en la que se muestra la contingencia de la nominación, es decir la posibilidad de desagrupar lo que parece agrupado de una vez y para siempre, de bautizar con otro ritual aquello que se vuelve dogma, descomponer los cuerpos doctrinarios de la lengua — provoca un caos en las convenciones del signo, un Tou va-bou bíblico, lo cual no hace más que inspirar en el lector ese clásico festejo judío de la vida: “oy va-boy”. En “La enfermedad de la mujer que se quedó sin sonido”, los cabellos de Martinetta, por ejemplo, una despiadada actriz de mimo cuya hepatitis la convierte en un ser dual, adquiriendo a veces más relevancia su lengua hepática que su lengua empática, son el índice de fenómenos como el aburrimiento o el saqueo de un supermercado. Cito: “si alguna de las dos salía a la calle [es decir, Martinetta o su hepatitis] y se acomodaba el pelo, eso quería decir que un grupo de gente estaba saqueando un almacén del mercado. En cambio, si el pelo se le movía por acción del viento, eso no quería decir nada, y entonces el resto del día era bastante aburrido porque no había ningún mensaje haciéndome sombra”.

En El idioma de los camellos las realidades con las que sostenemos el mundo empiezan a derretirse como los pinitos de una heladería askenazí, estallan como una biografía en “un campo de refugiados para plumíferos” o se vuelven directamente autistas “para ahorrarse los problemas que nos causan los diccionarios”. La realidad resulta aquí, por qué no, de la diferencia imaginaria que cada uno introduce entre el “desierto egipcio” y “un casquete de hielo en Groenlandia”. Parece decir Aníbal: si quieren acceder a la realidad, cómprense un mapamundi.

El idioma de los camellos es un idioma tan sutil que se aprende a hablar con barbijo para protegerse del objeto del discurso. Se trata de un decir que rastrea los cromosomas, la genética misma del delirio de vivir en un mundo gramatical. Pero, además, que el idioma sea de los camellos no es (quiero creer) una humanización del camello, es el reconocimiento de la camellidad de lo humano, de la extranjería respecto a lo que nos joroba de la lengua. Gregorio es un camello que vivió “muchos años en nuestra ciudad, robando el idioma de la gente, como método para conseguir aparearse con nuestras humanas”. Está claro que en esa escena Aníbal prescinde de la mención a la famosa acusación del tercer reich a los egipcios (o, mejor, heteroegipcios). Eso, muy sagaz y maliciosamente, se lo deja al presentador del libro, quien viene supuestamente a develar “el sentido oculto del texto”. Después de lo cual, el presentador del libro, no puede sino sentir empatía con aquellos que terminan por enjuiciar al camello Gregorio y devenir alérgico a su pelo.

Hay algo en los vaivenes de la escritura de Aníbal que me recuerda a la fábula del autómata turco que utiliza Walter Benjamin en la primera tesis de filosofía de la historia. Dice WB: “Es notorio que ha existido, según se dice, un autómata construido de tal manera que resultaba capaz de replicar a cada jugada de un ajedrecista con otra jugada contraria que le aseguraba ganar la partida. Un muñeco trajeado a la turca, en la boca una pipa de narguile, se sentaba a tablero apoyado sobre una mesa espaciosa. Un sistema de espejos despertaba la ilusión de que esta mesa era transparente por todos sus lados. En realidad se sentaba dentro un enano jorobado que era un maestro en el juego del ajedrez y que guiaba mediante hilos la mano del muñeco”. Si cediéramos a la tentación de buscar un enano, una causa oculta, cosa que dijimos que está prohibido pero por estarlo precisamente lo hacemos, ¿quién ocuparía su lugar en El idioma de los camellos?, ¿quién sería el enano oculto que mueve las fichas del tablero y gana la partida sin que nos demos cuenta? Me animaría a decir que, por momentos, es la gramática en un sentido amplio, las “pirámides hechas de sustantivos” como dice Aníbal, la virtualidad que se actualiza cada vez que enunciamos algo y que nos fuerza a decir cosas entre límites precisos. Por eso, parafraseando a Aníbal, la pregunta que se abre aquí es la siguiente: ¿cómo es posible que con un mismo diccionario, con un diccionario compartido, haya sujetos que devengan trágicos y otros que devengan cómicos? ¿Es acaso todo un problema de cómo cada uno fue escupido o, en el mejor de los casos, esculpido por la sintaxis?, ¿vive cada uno en su pequeña tragedia sintáctica? Cuando tomamos té, ¿tomamos té de manera sintáctica?, ¿nuestras enfermedades pertenecen a la real academia? Si las enfermedades, como dice Aníbal, sirven para que la gente se demuestre, ¿qué es una persona sana?, ¿alguien que vive fuera de la sintaxis?

De cualquier manera, creo que sería un tanto miope postular sólo la gramática en el lugar del enano, hay toda una serie de objetos animados por las voces y las miradas humanas que parecen ser, por momentos, los que realmente definen la partida de ajedrez. Así reza una oración de “Tragedia knishe”: “Tenía la vista fija en uno de los fideos que estaba enredado en un tenedor que se había puesto a flotar sobre la mesa, y cuando el aparato de ortodoncia empezó a rebanarlo, me di cuenta que me había identificado con el fideo, así que corrí la vista”. Identificarse con un fideo es como considerar que los italianos desatan un genocidio cada vez que se sientan a la mesa. Dicho lo cual, y volviendo al ajedrez, la cosa daría más o menos el siguiente resultado: todo italiano fue y seguirá siendo gobernado por un enano fascista. A menos que, para salvarse de sí mismo, deje de comer fideos o se mude a otro país.



Para finalizar, podría perfectamente decir que a este libro lo escribí yo, o siendo generoso, que le pertenece tanto a Aníbal como a mí, o incluso si me dejara seducir por la demagogia del micrófono, que, en todo caso, lo escribimos entre todos. Esa cláusula está en el mismo libro, en un párrafo que interrumpe el coito de cualquier explicación psicologizante del narcisismo. “Algunos descubren que siempre llevaron un amasador de helados en el interior, y de entrada les sale bien el pinito, lo meten en el chocolate caliente pero, en contra de la escena que se generó, cuando ya está todo listo, lo alzan como un trofeo. Entonces se les cae el pinito sobre el delantal. Eso es porque los seres humanos, cada vez que agarran un galardón, lo levantan, pero con una leve inclinación hacia sí mismos”. Como escritor, lector y presentador del libro, entonces, (me hago cargo de todo para salvarlo a Aníbal de su sí mismo), los invito a probar del pinito. Porque si es cierto que últimamente hay una decadencia en la repostería ashkenazim, El idioma de los camellos renueva alquímicamente sus sabores. Ya van a ver, cuando lo extrañen a Aníbal, como dice uno de sus personajes heladeros, se les va a hacer “como un pinito en el interior”.

viernes, 5 de julio de 2013

Sobre Un idioma también es un incendio - 20 poetas de Armenia- por Carlos Schilling

Por Carlos Schilling


Sobre Poesía Escogida de Carlos Drummond Andrade


Por Carlos Schilling



Hombres de Catamarca: Don Joselín Cerda Rodríguez.

por Rodolfo Schweizer-Mayo, 2013.

Cuando hace 25 años atrás, en 1988, hablábamos de formar la Asociación Juan Chelemín en Catamarca para defender nuestra cultura, quienes nos juntamos a intercambiar ideas tuvimos la oportunidad de conocer de cerca a un hombre en cuya visión afloraban, en cada instante, los rastros indelebles e imborrables del pasado indígena. Él hacía años que llevaba adelante una firme lucha en defensa de ese pasado mirado con desconfianza que, no obstante, llenaba un vacío en la construcción de nuestra nacionalidad: el lado indígena de nuestra historia. Su famoso programa “Hablemos de nuestras raíces” por radio Nacional, a lo largo de ocho años, más sus libros, contextualizados en nuestra región, así lo demostraban. Sin embargo, su actitud no era sorprendente, pues el hombre había nacido en una tierra de leyendas, en el antiguo territorio diaguita de nuestra provincia, por donde supieron pasar, camino a Chile, las huestes del décimo inca, Tupac Yupanqui, hijo del legendario Pachacutec. Ese hombre era don Joselín Cerda Rodríguez, tinogasteño, médico de profesión, que para nosotros pasó a ser el runa esencial y la referencia fundamental en las actividades de nuestro grupo.

A Joselín lo intrigaba la poca comprensión o negligencia acerca de nuestro pasado indígena. Obviamente, no aceptaba el olvido y menos aún la desconsideración hacia la herencia cultural de las antiguas civilizaciones de América. Como médico formado en nuestras universidades, no se oponía al progreso del conocimiento, pero no entendía por qué las políticas de modernización implementadas a partir de fines del siglo 19, tuvieron que imponer simultáneamente el desprecio por los antecedentes culturales que conformaban la base cultural de nuestros pueblos del interior. Y decimos “pueblos,” no “pueblo,” porque nuestro territorio estaba habitado por decenas de pueblos indígenas, de norte a sur de la patria, cada uno con su propia lengua, costumbres y riquezas culturales. Si bien se podían entender aunque no justificar las políticas llevadas a cabo durante la conquista y la colonización por parte de un poder extranjero como España, no se podía entender por qué, una vez emancipados, se impulsaba el desprecio hacia las culturas ancestrales de ésta, nuestra América. Para Joselín, esto equivalía a una traición a nuestros propios abuelos, especialmente en nuestra región del NOA, donde a cada rato saltan a la luz los rasgos culturales indígenas de su gente.

Este contrasentido cultural que se imponía a nuestro país lo corroboró aún más en una visita a Europa. Allí visitó museos y bibliotecas que guardaban celosamente el pasado de cada país, mientras nosotros, los argentinos, que queríamos imitar a esas culturas y hacernos tan modernos como ellos, no hacíamos lo mismo. Al contrario, se trataba de disimular ese pasado o hacerlo desaparecer, pasando por alto que algunas civilizaciones americanas fueron tan o más avanzadas que las del viejo mundo, lo cual debería habernos llenado de orgullo. ¿Acaso Teotihuacán, Chichen Itza, Palenque o Machu Pichu no convocan el asombro de millones de personas hoy en día, sorprendidos ante lo que esos monumentos sugieren sobre los pueblos antiguos que los construyeron? Pero había algo más en esa actitud europea de no olvidar el pasado. Este no era evocado o reconstruido solamente por un placer estético, sino porque la actualización del pasado servía para legitimar históricamente a los pueblos europeos. La exposición de un objeto del pasado le hablaba al visitante de una continuidad en el tiempo, la cual daba base a la idea de una identidad nacional. Esto no se le pasó por alto a Joselín, por el contrario, lo afirmó en la necesidad de defender nuestro pasado indígena como condición básica para el desarrollo de una conciencia nacional.

Para el hombre de Tinogasta, a nuestra historia nacional se le cortó la continuidad americanista. Si bien aquí no se pudo ocultar totalmente el pasado indígena anterior a la Conquista (cómo esconder a los incas o a los mayas!), sí se lo torció, como diría un paisano de sus libros, “pa’lau de Europa,” para conectarnos a la historia europea. De ello resulta que nuestro pasado anterior a 1492 era la Edad Media del viejo mundo y no la indígena americana; los Reyes Católicos o el Cid Campeador y no los incas y los mismos diaguitas que habitaban nuestra región. Llegamos al colmo de reírnos de nosotros mismos al afirmar que no veníamos de ninguna parte, sino de los barcos. Para aumentar nuestra tragedia cultural, estas ideas equivocadas se establecieron como norma a través de la escuela, lo que nos llevó a negar o despreciar nuestro propio pasado indígena como parte ineludible de nuestra historia. El motivo para todo este dislate fue la construcción de la modernidad, esa palabra engañadora en nombre de la cual se nos proponía dejar de lado nuestra cultura, desarrollada a la luz de nuestra experiencia, para asumir una cultura ajena y postiza, como medio de superar nuestro supuesto atraso. Y así nos fue históricamente. El sentido extorsionista que se le impuso a nuestro desarrollo, sintetizado en la opción entre “civilización o barbarie,” nos ha llevado a tener una cultura vacilante frente a todo lo que viene de afuera.

La necesidad de defender la vigencia de una cultura ancestral le sirvió de inspiración a Joselín para desarrollar los temas de sus relatos. En sus obras comprobamos que lo indígena sigue presente en la gente, a través del color de la piel, la forma de ser, los apellidos, las costumbres, las comidas, las formas religiosas de creer, el folclore y las danzas; en “cómo levanta su casa, rotura la tierra, recoge sus mieses, saca de sus manos (galera mágica) la belleza de sus artesanías y configura sus creencias”. Quienes quieran comprobarlo, simplemente deben recorrer las páginas de sus obras: Hablemos de nuestras raíces, Cuentos para el asombro, Tinogasta en la leyenda, Los días iniciales, Chelemín y su época y Por las sendas del llastay. A través de ellas llegará a ún humilde rancho o a un antiguo caserío de nuestra pedregosa y árida Catamarca para comprobar la sobrevivencia de nuestra cultura original.

La forma elegida para construir sus textos merece una apreciación literaria. Fiel al estilo pausado y grave del hombre andino, Joselín se vale de una escritura oral para acercarse al lector. Esa estrategia coloquial le permite ganar la confianza de aquél ante la anécdota contada. A partir de ahí la lectura se transforma en una exposición que revela la profunda sensibilidad del autor hacia la cultura de nuestro pueblo y su dolor y nostalgia por un tiempo ido. Esto se puede observar en el mismo título de su libro Hablemos de nuestras raíces, donde el “hablemos” implica una invitación al lector a recorrer juntos el camino hacia el reencuentro con la cultura ancestral de nuestros mayores, los indígenas. Un ejemplo, entre tantos, de esa aproximación amigable hacia el lector es su relato “El agua,” por ejemplo, donde nos invita a comprender las razones por las cuales nuestros antepasados crearon sus múltiples dioses relacionados al vital elemento. Y nos habla de varios “dioses” no porque hubiera una predisposición a creer en cualquier cosa, sino porque la naturaleza seca de nuestra región andina obligaba a nuestros indígenas a venerar todos los elementos que pudieran estar ligados simbólicamente al agua y la lluvia. De esta forma ingresaron al panteón de sus divinidades la víbora, que representaba en su deslizamiento el serpenteo del rayo, el suri, porque danza cuando se insinúa la lluvia y el sapo o la rana, porque acompañan con su canto a la lluvia, por mencionar algunas. Esta relación entre los fenómenos naturales y el mundo animal hizo que el hombre antiguo viera la naturaleza y sus manifestaciones como parte de un todo, actuando en armonía. Esto, que actuaba como principio rector en su vida personal, es lo que Joselín nos quiere mostrar en éste y otros relatos que giran alrededor de esa visión integradora, respetuosa del universo que la acogía. Obviamente, nuestro amigo tinogasteño sabía que muchos no lo comprenderían, y por eso a estos los invita a acercarse a un río o laguna para oír los sonidos misteriosos de la naturaleza: “acérquese, contemple, le parecerá escuchar voces,” lo cual revela su propia cosmovisión y su respeto por su máxima deidad: la Pachamama.

Otro de los puntos literarios importantes en los relatos es su recurrencia a personajes comunes para presentar el tema, gente sobre todo campesina, no contaminada por una modernidad vacía, en los cuales aún pervive el lenguaje y las formas de ser del hombre antiguo, del indígena. Ellos no representan arquetipos ni héroes; son gente común que acometen su vida diaria guiados por valores de otra época. La táctica autoral no deriva del azar, sino que obedece al interés en retratar o recrear artísticamente esa cultura ancestral en acción. Así, en “La acequia” revivimos la vigencia de la mita, palabra quichua que define cómo se comparte la escasa agua en la comunidad, mientras que en “La danza de la era” asistimos al trabajo cooperativo de la gente en la molienda de los granos vitales para su alimentación. En las comunidades representadas por Joselín no reina la competencia ni el individualismo propios del mundo moderno, sino la simple cooperación propia de los tiempos del ayllu indígena.

La inclusión del habla regional es otra característica saliente de sus textos. En ellos se mezclan el castellano elemental con el runa simi, o sea el quichua. La lengua heredada de España se manifiesta en una forma popular propia del uso en nuestro medio campesino o pueblero: “un día me largué pa’l Ambato,” “por ai a las cansadas,” “que de no,” “ reciencito,” “río que baja enculao,” “se ladia pa,” “se ladió para ay” y muchas otras. Ese castellano hablado a la usanza local se combina con una infinidad de vocablos quichuas para construir un estilo hablante propio de nuestra región. La mezcla de estas dos lenguas en el habla popular prueba evidentemente que en nuestra identidad cultural todavía convergen lo indígena y lo europeo.



Ahora bien, Joselín no deja de sentir el peso agridulce del pasado. La nostalgia por un tiempo ya ido lo consumen. Cómo no sentirse abrumado allá en su Tinogasta natal, ante la casa de sus viejos 70 años después de haber nacido allí; esa casa por donde transitaba doña Catalina amasando el pan que luego el horno de comba se encargaría de entregarlo dorado y listo para el deleite de Joshino; o el recuerdo de la agüita de la acequia golpeando las paredes de la fresca tinaja o del patio lleno de árboles y pájaros. Aquí, frente a su casa, Joselín ya no es el médico agobiado por el sufrimiento de sus pacientes, sino Joshino, aquel niño que hondeaba en el monte o hacía los mandados montado en su burrito. Sí señor, Joselín está abrumado. El recuerdo de cuando estaba transitando por el prólogo de su vida es mucho más duro de lo que imaginaba. Quizás por eso decide subir el cerro en “El perfil y la piedra” para consultar al gigante dormido, aquel hombre de piedra, domador del tiempo, que nos mira desde la casi eternidad de los Andes. Y allí seguramente hablarían de cosas del tiempo’i ñaupa, cuando la existencia era parte de una cosmogonía donde se mezclaba el hombre con los dioses. En el relato, el encuentro parece ser el de dos viejos amigos que se conocen desde hace mucho tiempo. El morador del cerro le cuenta de los tiempos de antes, de cómo los españoles no cumplieron sus promesas, quizás de don Juan Chelemín y el gran alzamiento, de cuando Tupac Yupanqui y Almagro pasaron a sus pies. Pero la conversación es demasiado larga para un Joselín cansado, que se deja llevar en su sueño hacia un tiempo que ya se ha perdido en su propio laberinto. Por ahora nos quedamos con sus libros. Quizás la Pachamama nos de en nuestra propia muerte el gusto de encontrarnos con él, recorriendo los valles, apaciguando llamas en compañía de Kokena, o bailando una cueca en su querida Tinogasta.

lunes, 1 de julio de 2013

Entre la chusma y la blasfemia, Almafuerte


Publicado el Jueves, 27 Junio 2013 10:30 por Leandro Calle
(Especial para Hoy Día Córdoba)




Casi con seguridad me animaría a decir que cuando decimos Almafuerte, aparece una voz que nos dicta al oído el siguiente endecasílabo: “no te des por vencido ni aun vencido”. El primer verso del segundo soneto de la serie que Almafuerte dio en llamar, “Siete sonetos medicinales”.


La escuela, la memoria colectiva, la azarosa mano del tiempo concentró la obra de Almafuerte en este endecasílabo. Todo Almafuerte parece estar clavado ahí, y el resto de su obra gira fatalmente alrededor de este verso. Lo cierto es que la obra de Almafuerte es inmensa. Prueba de ello son las setecientas páginas que componen la “Poesía completa de Almafuerte”, que se editó en Córdoba (Colección Archivos, Alción Editora). Aparte de contar con la obra poética, el lector tiene acceso a una detallada edición crítica que ha revisitado los manuscritos del autor y da constancia de minuciosos matices en sus notas y comentarios. Un detalle simpático es que Almafuerte, don Pedro Bonifacio Palacios, parece que no se llamaba Bonifacio y que su segundo nombre era Benjamín, según consta en el acta de defunción.

Muchas veces se ha hablado de la poesía de Almafuerte como una poesía olvidada, no tenida en cuenta o minusvalorada. El olvido se comporta de manera extraña y misteriosa. Tal vez podríamos conjeturar que en los círculos poéticos la poesía de Almafuerte no ha gozado de un reconocimiento importante, sin embargo, su nombre y muchos de sus poemas insisten y perviven a nivel social: el nombre del poeta aparece en escuelas, en bibliotecas y en calles. Y cada tanto, un conjunto impreciso de su obra aparece en publicaciones de corte popular que, por supuesto, no evitan jamás el consabido soneto segundo de la serie de los medicinales.

¿Qué es lo que sucede entonces con Almafuerte? Tal vez es un poeta que se atreve a mostrar todo. Su verborragia está atada a su pasión, a su sentir que surge no como un agua tranquila sino como un chorro desesperado en el silencio. Almafuerte es un poeta que deja que las fealdades formales aparezcan, no le importa. Su fuerza es arrolladora y bella, pero en ese arrollarnos hay asperezas y amargores. Es ciertamente un poeta de la desesperación. En un prólogo que Jorge Luis Borges hace de una selección de poemas de Almafuerte para las ediciones Eudeba, dice que el poeta fue “un místico sin Dios y sin esperanza”. De algún modo podemos pensar que Almafuerte es representativo de cierto decadentismo finisecular y que, a su vez, esa desesperación refleja la nuestra. Por esa razón, las vísceras amargas de la poesía de Almafuerte lanzadas a Dios y al mundo, comparten un poco nuestros deseos de gritar, de quejarnos, de protestar. Almafuerte, aparece cada tanto porque lo necesitamos.

Había nacido en La Matanza, en 1854. Fue maestro, sin título, lo que le valió numerosas acusaciones (la persecución era de índole política, ya que muchos maestros ejercían sin título en las escuelas por aquel entonces). Participó en el movimiento cívico de la “Revolución del parque en 1890”, y de esa experiencia surge el poema “La sombra de la Patria”. Terminó instalándose en La Plata. Vivió de una manera austera, los contactos con el mundo político y periodístico resolvían por momentos su falta de trabajo.

Mitrista primero, luego cercano a los lineamientos del socialismo de Alfredo Palacios. El poema “El misionero” (una de sus mejores obras juntamente con “La inmortal”) en la edición de “Lamentaciones”, de 1906, lleva una dedicatoria a Bartolomé Mitre hijo, que, al igual que otras dedicatorias, fueron suprimidas en las ediciones posteriores.

Querido y odiado, casi por igual, falleció en 1917. El bisturí de la crítica muchas veces se acercó a su poesía con mordacidad e ironía al descubrir las fallas y fealdades en la métrica, rima y cuestiones formales de alguna de sus obras, pero es en la visión completa de su obra poética donde podemos alcanzar a comprender la importancia de Almafuerte, que se hamaca entre un tardío romanticismo y el modernismo imperante. De ahí que la publicación completa de su poesía, constituye un aporte importante a la literatura argentina.

La persona y la obra de Almafuerte siempre contó con detractores. Él prefirió recostarse en algunos amigos influyentes, en su “querida chusma” –como lo atestiguan sus poemas- y en un decir blasfemo que tendía a denunciar la hipocresía de la beatería cómoda. Entre la chusma y la blasfemia dejó versos memorables y una voz arrolladora, un volcán al que sería vano pedirle orden y pulcritud. Su belleza tiene mucho que ver con la fealdad de su expresión.

Vale la pena volver a Borges, que en el prólogo a las obras del poeta platense deja un testimonio del impacto poético que recibió de niño: “… hasta esa noche, el lenguaje no había sido otra cosa para mí que un medio de comunicación, un mecanismo cotidiano de signos; los versos de Almafuerte que Evaristo Carriego nos recitó me revelaron que podía ser también una música, una pasión y un sueño. Housman ha escrito que la poesía es algo que sentimos físicamente, con la carne y la sangre; debo a Almafuerte mi primera experiencia de esa curiosa fiebre mágica…”

El poema que Evaristo Carriego recita en forma completa en la casa de los Borges es “El misionero”. Un puñado de versos aquí, quiere recrear y recordar ese encuentro literario entre Borges, Carriego y la poesía de Almafuerte:

Sombra y luz, piedra y alma, seso insano
y ángel lleno de dudas y malicia:
yo no sé de Razón ni de Justicia…
¡sólo quiero saber que soy tu hermano!