viernes, 9 de agosto de 2013

LIBRERÍA ARGENTINA- de Héctor Libertella

 Télam, por Gustavo Bernstein.

En "La Librería Argentina" Héctor Libertella despliega un itinerario personal de lecturas para recortar doscientos años de literatura nacional desde una mirada singular, que deja de lado el análisis cronológico y adopta un criterio temático para reunir autores y grupos literarios de diferentes períodos.

"La lectura parte de una premisa: someter a la literatura argentina a un periplo 'húmedo'; de ahí que apele a la metáfora del barco y al lector como habitante de una biblioteca ubicada no en la cubierta sino en la sentina, bajo la línea de flotación, en ese lugar penumbroso donde el agua se filtra y deshace en parte los volúmenes", dijo Libertella a Télam.

"Es que hay dos formas de lectura –ilustró–: la solar y la lunar: la primera, que se da en la superficie, clausura los textos, los interpreta dejándolos prisioneros de una sola mirada, los quema de luz y los vuelve ilegibles; la otra, en cambio, abjura de los apotegmas para dejarse fluir en una inmanencia más escurridiza".

Publicado por Alción, el título del libro hace alusión a lo que en 1837 se dio en llamar "La librería Argentina", un local fundado por Marcos Sastre, Alberdi, Echeverría y Gutierrez donde se exhibían todas novedades literarias que llegaban al puerto porteño y en cuya trastienda funcionaba una tertulia.

"Claro que a los pocos meses debieron cerrarla porque Rosas la clausuró y echó a todos esos ‘subversivos’ –ironizó el autor–, que enarbolaban lo que era el pensamiento ‘celeste’, digamos, por no decir liberal".

Pero la hoja de ruta no prosigue una cartografía cronológica sino temática: bajo el título "Modernos", por ejemplo, se sitúan tanto los autores de la generación del 80, quienes "fueron los primeros ‘modernos’, por cuanto acompañaron la transgresión argentina de querer constituirse como Sistema o Nación", como la revista ‘Martín Fierro’, "esa vanguardia criolla que se opuso a una literatura leída desde el ‘Meridiano de cultura’ de Madrid".

Del mismo modo abarca a "El entenado" de Juan José Saer, "La liebre" o "Moreira" de César Aira o en los noventa a "El affair Skeffington" de María Moreno.

"Moderno viene de moda –señaló el autor–, de la manera de cómo la época y el lugar se apoderan de ciertos individuos; en ese sentido ellos ‘modifican’, no cambian nada, simplemente le dan un ‘modo’ a ese contexto espacio-temporal".

Como todo viajero, el autor de esta travesía exhibe también su neceser, sus "efectos personales de lectura"; y de éste emergen, con voluntario desorden, "El matadero" de Echeverría junto a The Buenos Aires affair" de Manuel Puig, o "El Túnel" de Sábato con "Aquí vivieron" de Mujica Lainez y "Autobiorafía de Irene" de Silvina Ocampo, o "Las armas secretas" de Julio Cortázar con "Adán Buenosayres" de Leopoldo Marechal.

Pero el maletín se vuelve ya un baúl cuando se suma "El uruguayo" de Copi, "Grot" de Antonio di Benedetto, "La gallina degollada" de Horacio Quiroga, "La condesa sangrienta" de Alejandra Pizarnik, "El fraquito" de Luis Gusmán, "Las ratas" de José Bianco, "Memorias de paso" de Fogwill o "El viaje sentimental" de Edgardo Cozarinsky.

"Es que cada lector es una antología, que etimológicamente significa estar eligiendo flores en un jardín; por eso es que en cada capítulo voy armando un ramito basado en mis afinidades personales: porque no me interesa ordenarme según nomenclaturas de presunta ecuanimidad sino vincular textos cuyas lecturas me causaron un 'efecto personal', de ahí la apelación a la palabra ‘neceser’", aclaró Libertella.

Otra circunvalación pasa por el faro de los años sesenta, "Los roaring sixties", donde el autor alude a una generación de escritores que se formaron en un clima violento, "casi de semiótica urbana":

"Fue la época de una violencia también en las formas, en que leíamos a Joyce, Becket, Russell o Mallarmé en la adolescencia y pensábamos que eso era la respiración natural, el aire natural de las cosas, cuando en realidad era nacer a la literatura respirando polución lingüística ¿no?".

"Yo tengo la imagen de una especie de escena después de la batalla –acotó–; como si esta gente había hecho explotar el clasicismo en Europa y nosotros anduviéramos merodeando por esos escombros".

Como no podía ser de otro modo, el derrotero desembarca también en varios puertos dedicados al canon: ahí aparecen Domingo F. Sarmiento, Leopoldo Lugones, Osvaldo Lamborghini o Julio Cortázar, según las épocas, aunque quien se señala como "el máximo símbolo de identidad" es Jorge Luis Borges, cuya obra "por haber nacido un poco marginal y descentrada terminó precisamente haciéndose centralmente argentina".

"Borges fue siempre un hombre de los arrabales, de las orillas de la lectura –apuntó Libertella–, incluso hasta en su lectura de la literatura universal él no mencionaba a los hiperclásicos, sino a Stevenson, a Swinburg, a Averroes o a algún apócrifo; es decir, buscaba en la periferia de Occidente".

"Y Argentina entonces erige el pathos de este escritor como un icono de identidad quizás por el hecho de sentirse un país periférico y tener, por tanto, esa especie de mancomunión con todo lo periférico, con la ‘marginalia’ del mundo", especuló.

En ese sentido el autor observó ciertos rasgos de nuestra literatura que la diferencia con otras culturas tanto de los países centrales como de la propia Latinoamérica.

"Creo que al contrario de los países europeos cuyo ‘malestar en la cultura’ radica en que ejercen una literatura bien aprendida, casi de taller literario, donde el escritor se dedica a hacer una ‘carrera’; acá se trata más bien de escritores que germinan a la intemperie, sometidos a una feroz desprotección del Estado", sostuvo.

"Por otro lado –concluyó– carecemos también de una arqueología literaria, no hay un solo templo a excavar: nuestro pasado es una errancia de barcos y navegantes o un ir y venir de pampas y tehuelches con sus tolderías, pero nada aferrado a la tierra: de esa errancia está hecha nuestra literatura". (Télam).–