viernes, 27 de septiembre de 2013

El envés de las sombras de Mario Argüello - palabras de Graciela Ferrero

El envés de las sombras de Mario Argüello 
– 9 de agosto de 2013 – 
Salón de Actos del Colegio Nacional de Monserrat



Presentación de Graciela Ferrero 

Mario A. no necesita ser presentado entre estas paredes centenarias. Esto justifica este curriculum–cordis que voy a intentar. Compartimos tardes y noches inolvidables en la casona de la calle Salta al 50 donde ese corazón abierto a todos los poetas que fue Alberto Díaz Bagú, dirigía la mítica revista Laurel. Entonces descubrí al gran poeta de El viento en las uvas y al intérprete de poesía ajena a través de su ensayo sobre Alejandro Nicotra La poesía como lugar de reunión.

Vinieron después los años de renacer político en el país cuando ser “homo politicus” era sinónimo estricto de ser “homo democraticus” y lo conocí en la militancia, cada uno en partidos diferentes: Mario dirigió por esos años desde el 84 al 87 la revista Socialista Argentina.

Tuvimos y tenemos muchos amigos comunes en la entonces Escuela de Lenguas.

Fue el profesor de mis hijos en este Colegio, de lo que me honro, como colega y como madre. Preparando sus ingresos respectivos conocí sus cuentos de aparecidos y fantasmas del Monse. Lo consideré –como madre- lectura peligrosa para uno de estos sujetos, digo mi hijo, que trataría de comprobar la veracidad de lo relatado por lo menos, durante los años primeros de su estancia en el Colegio, mientras durara su última niñez, que había sido tortuosa en punto a disciplina. La tortuosidad duró y Mario supo de ello. Fue su profesor de Literatura Española ( “Soy clásico o romántico”?)

Pero hoy vengo a hablar de otro Mario Argüello, el novelista. El creador de este mundo contenido en El envés de las sombras.

Si es cierto que el escritorio de un novelista es una fábrica de ficciones, no lo es menos que en cada una de esas ficciones va hilando sus entrañas. Y digo esto, porque tal vez haya mucho de vida personal disimulada –ficcionalizada- en esta historia de amor que aquí se cuenta. Pero tengo que introducir matices en esta afirmación.

No solo amor entre hombre y mujer, sino amor a una ciudad (Córdoba) que se ha vivido de veras. Y la ciudad verdadera es puerta que hay que atravesar, pero ante la cual tarde o temprano hay que depositar una ofrenda. Esta novela es la ofrenda no sé si final, pero sí entera, de su autor a una Córdoba de luces y de sombras, de humilladeros y de alturas.

El otro matiz que propongo (al menos en mi itinerario de lectura) es el que sigue: la historia de amor entre hombre y mujer de la que la novela trata, debiera entenderse no como la anécdota de los amores de Clelia, es decir, la ingenua transposición al lenguaje de sus vivencias y emociones sicológicas, cognitivas, eróticas, históricamente fechadas, sino como la historia de una manera de amar o, mejor, el relato de una intimidad.
Clelia, la protagonista incuestionable del mundo creado, es una mujer extraña, opta por mantenerse en las sombras pudiendo haber optado por la luz. Los dos amores que marcan y a quienes consagra su vida, son hombres casados.

La clave para no dejarse atrapar por esta anécdota, que surge de una lectura superficial o por lo menos primaria, radica en atender al proceso de construcción de este personaje central.

Su voluntaria decisión de permanecer en las sombras no ha de entenderse como una irresponsable instalación en la clandestinidad, o una apología del amor libre, sino en este caso, de un ejercicio de dignidad. No es lo malvado y sigiloso que pretende alterar el orden del mundo. No es siquiera un enigma o un misterio, es un secreto en sentido etimológico (scernere significa “poner aparte”).

Relato de intimidad, he dicho. Así plantea José Luis Aranguren, el filósofo español, la cuestión:

¿Qué es pues, la intimidad? Es ante todo vida interior, relación intrapersonal, reflexión sobre los propios sentimientos, conciencia moral y gnoseológica, y también autonarración y autointepretación, contarse a sí mismo la propia vida y la subjetividad.
Castilla del Pino advierte que lo que realmente existe son tres espacios (contextos o situaciones) diferenciados, en los que el hombre realiza tres tipos de actuaciones o conductas: públicas, privadas e íntimas. Las distintas actuaciones no se califican por sí mismas sino por la índole del escenario en que se desarrollan. Lo que las diferencia, según este autor, es que las públicas son necesariamente observables, las privadas pueden ser observables y las íntimas son inobservables.

Pero no hay que confundir intimidad con ensimismamiento o solipsismo. Lo que en este texto se construye es la dimensión social e histórica (situada) de la intimidad. Esos tres espacios tan bien planteados, se definen frente a la sociedad. Lo que callamos, nuestros secretos, el lugar de la culpa o el deseo más radical, se modela frente a la sociedad, porque sólo ante ella podemos definir lo que deseamos y lo que debemos callar.

El instinto, en el ser humano, es inseparable del erotismo, que supone siempre un discurso social. Y como el instinto, todo lo demás: la forma con la que nos relacionamos con nuestro cuerpo, con nuestras mezquindades, con nuestras ambiciones, con nuestras culpas.

Todo está condicionado por lo social, pero no todo debe socializarse, ni verbalizarse ni proclamarse en la plaza pública. La plaza, la casa, la alcoba. Tres recintos simbólicos de lo humano. La casa de Quilino, la pensión de estudiante, el departamento de la calle Deán Funes de sus encuentros amorosos.

El ejercicio de dignidad de Clelia se tematiza en la novela como un trabajo sobre sí que consiste en el cultivo, la lectura y la interpretación de su intimidad como si de un texto se tratara. Y de nuevo, no hay que confundir la corteza, con el meollo de la cuestión: he dicho de Clelia que es una mujer “extraña”, sabe de su vida más de lo que dice, tiene premoniciones, presagios: todo lo que hoy se conoce como precogniciones. Me atrevo a decir que esto es sólo un decir metafórico, una manera literaria de aludir al arte y disciplina del autoconocimiento.

Así comienza la novela:

“Ella lo supo desde siempre”, decía la señora de suéter amarillo cuando Carmen llegaba. Carmen la oyó al entrar.

Este “saber de sí del personaje” está muy cuidadosamente trabajado por el narrador, quien pierde su carácter omnisciente frente a Clelia en este aspecto: la deja hablar en forma directa con aquellos a quienes hace sus ocasionales confidencias, pero nunca da datos al lector sobre la razón de este “saber”.

Sólo muy avanzado el texto la misma Clelia establece una relación entre sus presagios y su corporalidad. (pag. 130)

Clelia es extraña, pero no por estas “oscuridades” sino por ser el símbolo de la intimidad de la persona. El personaje construido, Clelia, es el secretario de sí mismo.

El envés de las sombras no es sólo la luz, sino la posibilidad de otra forma menos estentórea de comunicarse y vocinglera de vivir:

La vida requiere un equilibrio, el arte de hacer piruetas, de abrazarnos al mundo bajo la palmera de nuestra propia intimidad… tal vez sea posible al fin una modesta utopía, el diálogo, la tribuna común, la imperiosa necesidad de construir una alcoba libre, una casa abierta y una plaza compartida.